En Palma del Río tenemos feria desde que, en 1451, el rey Juan II de Castilla concedió el privilegio a Martín Fernández Portocarrero, VI señor de la Villa, de organizar una feria libre y perpetua desde el 15 de agosto, celebración de la Asunción. Es decir, el rey nos otorgó el privilegio durante unos días de poder comerciar con nuestros productos y comprar los que nos trajesen otros foráneos, en tiempos donde la subsistencia era lo principal, en los que no existía la libertad que concede la economía de mercado. Esta feria, ganadera y agrícola fundamentalmente, fue ampliando su objeto y rodeándose de otras actividades festivas y lúdicas, que han terminado copando la mayor parte del tiempo de cada evento.
El origen de la Calle Feria está precisamente en la zona donde se desarrollaba antaño la feria comercial. En esta calle, que pasó a llamarse así en 1521, los bajos de los edificios estaban repletos de accesorias o locales donde abrían sus puertas multitud de establecimientos, proporcionando ingresos a los propietarios de los inmuebles, además de a quienes se instalaban allí. Las tiendas, bares o mesones y los locales de los artesanos llenaron de vida esta vía principal de Palma, hasta bien entrado el siglo XX, sumándose además las viviendas de los que ocuparon el antiguo arrabal extramuros de la zona noble, extendiendo el casco urbano con otras vías que desembocaban en esta calle y comunicaban nuevos asentamientos urbanos.
En mi niñez todavía había artesanos y otras personas que desempeñaban oficios hoy día muchos de ellos prácticamente desaparecidos. Hoy nos referiremos a dos de esos oficios que estaban presentes en aquel lugar, uno que pervive a pesar de todo y el otro ya olvidado.
Uno de mis recuerdos más entrañables es el de Agustín y Juan José, los zapateros de la calle Feria. Su zapatería, su taller de reparaciones de calzado estaba en una accesoria que había en la casa de la maestra Rosarito Rodríguez. Más de una vez llevé o recogí zapatos para repararles algún desperfecto en la suela (coserla si se había despegado o añadir “medias suelas” si estaban desgastadas), o pegarle el tacón, o para que los metieran en la horma y así ajustarlos mejor a nuestros pies. Desde que el ser humano bajó de los árboles y empezó a caminar erguido ha necesitado cubrir sus pies con calzado, para protegerlos. Así que los zapatos, zapatillas, sandalias, botas y otros elementos de la indumentaria para los pies han sido desde antiguo un artículo de primera necesidad, sobre todo en las zonas templadas y frías del globo terráqueo. De ahí que los cuidásemos y los zapateros fuesen los encargados del cuidado más esmerado y su reparación cuando sufrían algún daño que mermaba su funcionalidad.
La zapatería de Agustín y su hermano Juan José era un local pequeño, repleto de zapatos en las estanterías y por los suelos, y de los utensilios que usaban (martillos, clavos, cordones, betún, esos yunques pequeños donde martillear, las tijeras para cortar el cuero, las leznas, las tenacillas ...). El olor a cuero y betún era constante. Ellos estaban siempre sentados en sillas o bancos bajos, siempre reclinados, con unos mandiles para protegerse, y encorvados. Agustín era el más serio, y los recuerdo a los dos ya muy mayores afanándose siempre en su artesanal tarea.
Juan José era un cliente habitual de un bar ya desaparecido, con mucho encanto, también ubicado en la calle de la que hablamos, el “Bar El latero” que regentaba Manuel Godoy, “Manolo el latero”. El nombre venía por el hojalatero que había a continuación, cuyo establecimiento conocí de niño. Recuerdo los cubos de lata o similares, las aceiteras de latón, las lecheras, los jarrillos, las palanganas, regaderas, candiles ... apilados en lo que sería el portal de la casa. Eran otros tiempos en los que estos útiles domésticos y también empleados por otros oficios se hacían de hojalata y llamábamos lateros a quienes los fabricaban y también reparaban cuando sufrían abolladuras, se soltaba algún asa, se taladraba algún molesto agujero en la chapa, etc. Los plásticos no se habían impuesto, afortunadamente, todavía en nuestras vidas cotidianas, y los útiles de hojalata, además de adornar eran un complemento imprescindible.
En la fotografía de la comida (cedida por Francisco Godoy, “Pin”, sobrino de Manolo el latero) aparecen Miguel Santos (mi suegro), Juan José el zapatero, asomando a su lado, otros comensales, Manolo, el tabernero, en medio (bebiendo), y a su derecha, Agustín. Seguidamente a ellos, Salvador Caamaño y Almenara.
El bar era pequeño, pero ampliamente decorado como podemos ven en las fotografías, con la barra paralela a la fachada y con poco espacio para la clientela. El nivel del suelo estaba por debajo del de la calle, con lo que había que sortear un escalón para entrar y salir. Tenía en su fachada una ventana con una especie de barandilla, donde muchos clientes aprovechaban para apoyarse mientras se tomaban sus vinos y sus tapas, desde la calle, de tertulia con quienes estaban dentro del local. Esa imagen del “Romeo” tomando su copa frente al balcón de la “Julieta” (o más bien, “Julieto”) que hacía lo mismo asomada a la ventana se quedó para siempre en mi memoria. Y me hubiera gustado protagonizar dichas escenas, pero por mi edad no hubo muchas ocasiones. En otra fotografía de 1979, del Instituto de Patrimonio Cultural de España, podemos ver el estudio de Foto Rueda y a su derecha la fachada del bar con su ventana.
De niño era el lugar ideal para conocer las vicisitudes de liga de fútbol, ya que en una repisa que tenía por encima del frigorífico, y a lo largo de la barra, se mostraban banderines de los equipos, colgados y ordenados según la clasificación de cada jornada. Así, cada domingo, cuando mi madre nos llevaba de paseo, después de misa, pasábamos por allí y yo miraba impaciente por la ventana para saber cómo iba la liga y si mi equipo favorito de entonces iba bien clasificado, pues Manolo, diligentemente, cambiaba la posición de los banderines, una vez terminados los partidos. Un servicio más que prestaba a su clientela y viandantes, además de despachar tras la barra.
Manolo fue el primero en imponer un día de descanso a la semana, cosa que no ocurría en la hostelería palmeña hasta bien entrados los años setenta. Y también tuvo el primer televisor en color de este tipo de establecimientos. Entre la clientela que vemos en las fotos está Miguel Santos, amigo del dueño hasta bastante tiempo después de sus jubilaciones, cuando los veía muchas veces dando sus paseos, muchos de ellos fotográficos, pues ambos compartían la afición a la fotografía (y profesión también durante un tiempo de mi suegro), siendo las que publico del bar del archivo de El latero.
Del bar y sus clientes se pueden contar algunas anécdotas, como es natural de un lugar así. Algunas relacionadas con los zapateros de los que hablábamos al principio. Cuentan que cada año, por Todos los Santos, el nicho que hay en el cementerio de uno de esos zapateros, seguramente el de Juan José, en lugar de flores recibía la “ofrenda” de un catavinos y una botella de vino. Se sospecha que podían ser de un cliente con el que compartía tertulia y esparcimiento, o, tal vez, las llevara el mismo Manolo el del bar. Misterios no resueltos, quizá simple leyenda urbana, o entretenimiento de vecindario jocoso.
También me han contado por diversas fuentes que Juan José, que tenía un quiste grasiento, verruga o lobanillo en la nariz, un día perdió el equilibrio al salir del bar y tropezar con el escalón. Tal vez su agilidad no era ya la de un chaval y los efectos del refrigerio que se había tomado no facilitaban sus movimientos. El caso es que con el tropezón se cayó golpeándose el rostro con el bordillo de la acera, y el famoso lobanillo terminó, como si un diestro cirujano se lo hubiese extirpado de raíz, rodando calle abajo como una canica. Cuentan que se volvió al bar y “se curó la herida” con un nuevo vaso de vino, por el poder desinfectante del alcohol. Luego, cuando solo tenía la cicatriz en la nariz, bromeaba diciendo que el lobanillo lo había perdido gracias al “Montilla”.
Anécdotas divertidas que envuelven a los protagonistas de dos de los oficios más antiguos que se vieron por Palma, alguno, como la zapatería, todavía vivo. Otro ya solo presente en el recuerdo.
(Artículo publicado en la revista de Feria de Mayo)