La semana santa se encamina hacia su final. Fiesta (sí, fiesta, jolgorio, espectáculo) que mezcla el olor a cera, al azahar de los naranjos callejeros, con el sudor de los costaleros, el incienso que diluyen en sus sahumerios jóvenes monaguillos con sus mejores galas, creando una atmósfera que pretende sobrecoger al que está por la calle, con el ruido de tambores y cornetas que llaman a congregarse en una ejecución pública de un condenado a muerte. La calle, invadida por multitud de fieles (¿?) deseosos de verse repetir el paso de escenas de tortura y muerte, la muerte de su dios (o su hijo).
Me ha asombrado escuchar cómo gusta el paso de estas figuras desgarradas del supuesto hijo del supuesto único dios, de nazarenos sangrantes, de vírgenes llorosas. Es este un espectáculo que recuerda a la Inquisición, con sus capuchas, con sus velas, con sus estandartes, exhibiendo obscenamente el dolor causado por una ejecución en uno de los instrumentos de tortura más refinados que existen, la cruz, al ser consustancial la exposición pública del condenado. Y en nuestra tierra, demás, con la ostentación del dolor y el sufrimiento como seña de identidad exagerada. Esos cristos con los pies cruzados y atravesados por un solo clavo (para agudizar la crueldad), las cinco llagas causadas por los clavos y la lanza del legendario Longinos (que da nombre a muchas cofradías), con caras surcadas por la sangre de la corona de espinas, con los ojos desencajados, mandíbulas abiertas en expresión de queja y dolor, esas vírgenes con el pecho atravesado por finos estiletes que dejan salir gotas de sangre en forma de perlas y piedras preciosas, para expresar el dolor de la madre que presencia la muerte de su hijo, emperifollada siempre con vestidos ostentosos y coronada (¿como madre del aspirante a rey de los judíos?) bajo palio. Toda una escenografía del dolor y el sufrimiento, todo un símbolo esa máquina de tortura, la cruz, de la que presumen sus devotos tener la verdadera, como si fuese talismán que todo lo cura (la “Vera Cruz”, verdadera cruz, que da nombre a otras hermandades por doquier). Orgía de dolor y sangre que tiene su colofón en la eucaristía, donde se come la carne y se bebe la sangre (de verdad, dice el catecismo, al ser consagrados el pan y el vino) del mesías fracasado para conmemorar su “hazaña”, o también (con extraño gozo) en el caso del martirio (que se siente como trasunto de la muerte de Jesús en la cruz) causado por la defensa de esta antropófaga (o deófaga) fe. Con que saña se emplearon en intentar destruir el símbolo del martirio (el coliseo romano, desmontado para construir sus palacios episcopales o papales) y cómo se ensalza la muerte y el instrumento, hasta convertirlo en símbolo de identidad.
Me asombra, sí, este derroche de horror y de culto por la muerte (la “buena muerte” es el nombre de alguna cofradía) que se da entre los católicos (sobre todo del sur), frente a otros cristianos, que tanto sobrecoge, con pasión y con placer sadomasoquista, aún en estos tiempos en los que se nos dice son tan materialistas, lúdicos, dominados por el placer fácil de los sentidos, por los pecados capitales. Y me asombra mucho más, cuando estos seguidores del nazareno, mientras hacen ostentación de la muerte, se auto proclaman los únicos defensores de la vida que hay en el planeta.
Me ha asombrado escuchar cómo gusta el paso de estas figuras desgarradas del supuesto hijo del supuesto único dios, de nazarenos sangrantes, de vírgenes llorosas. Es este un espectáculo que recuerda a la Inquisición, con sus capuchas, con sus velas, con sus estandartes, exhibiendo obscenamente el dolor causado por una ejecución en uno de los instrumentos de tortura más refinados que existen, la cruz, al ser consustancial la exposición pública del condenado. Y en nuestra tierra, demás, con la ostentación del dolor y el sufrimiento como seña de identidad exagerada. Esos cristos con los pies cruzados y atravesados por un solo clavo (para agudizar la crueldad), las cinco llagas causadas por los clavos y la lanza del legendario Longinos (que da nombre a muchas cofradías), con caras surcadas por la sangre de la corona de espinas, con los ojos desencajados, mandíbulas abiertas en expresión de queja y dolor, esas vírgenes con el pecho atravesado por finos estiletes que dejan salir gotas de sangre en forma de perlas y piedras preciosas, para expresar el dolor de la madre que presencia la muerte de su hijo, emperifollada siempre con vestidos ostentosos y coronada (¿como madre del aspirante a rey de los judíos?) bajo palio. Toda una escenografía del dolor y el sufrimiento, todo un símbolo esa máquina de tortura, la cruz, de la que presumen sus devotos tener la verdadera, como si fuese talismán que todo lo cura (la “Vera Cruz”, verdadera cruz, que da nombre a otras hermandades por doquier). Orgía de dolor y sangre que tiene su colofón en la eucaristía, donde se come la carne y se bebe la sangre (de verdad, dice el catecismo, al ser consagrados el pan y el vino) del mesías fracasado para conmemorar su “hazaña”, o también (con extraño gozo) en el caso del martirio (que se siente como trasunto de la muerte de Jesús en la cruz) causado por la defensa de esta antropófaga (o deófaga) fe. Con que saña se emplearon en intentar destruir el símbolo del martirio (el coliseo romano, desmontado para construir sus palacios episcopales o papales) y cómo se ensalza la muerte y el instrumento, hasta convertirlo en símbolo de identidad.
Me asombra, sí, este derroche de horror y de culto por la muerte (la “buena muerte” es el nombre de alguna cofradía) que se da entre los católicos (sobre todo del sur), frente a otros cristianos, que tanto sobrecoge, con pasión y con placer sadomasoquista, aún en estos tiempos en los que se nos dice son tan materialistas, lúdicos, dominados por el placer fácil de los sentidos, por los pecados capitales. Y me asombra mucho más, cuando estos seguidores del nazareno, mientras hacen ostentación de la muerte, se auto proclaman los únicos defensores de la vida que hay en el planeta.
A mi, querido, estas fiestas religiosas, me acojonan.
ResponderEliminarAnoche, pasaban los del "cucux clan" por debajo de casa, arreando a los tambores y cantando raro y me dieron ganas de esconderme debajo de la cama!!
Besos, niño. Gracias por tu genial entrada
La entrada, más que un texto, es un grito de angustia, ante tanta invasión de la calle. En estas fechas me termino agobiando siempre.
ResponderEliminarTodo depende de cómo "se miren" las escenas. De niño me gustaba "disfrazarme" de nazareno, con capirotes de papel de periódico, y hacer "pasos" con muñecos. Cosas de la infancia. Ahora veo muchos niños que "juegan a la semana santa", literalmente. Luego se cuestiona uno los fundamentos, y se termina viendo la realidad del espectáculo grotesco en toda su extensión. No me extraña que a otros, no acostumbrados a esto, les parezca siniestro tanto derroche de dolor.