El mes pasado visitamos Ronda (Málaga) cuya serranía es famosa, y conocida también por estar situada en un acantilado cortado por un cañón salvado por un espectacular puente, conocido como el Tajo de Ronda. Aunque las temperaturas eran soportables, todavía estábamos con estos calores tan atípicos que hemos tenido en octubre, que hacían ver a viandantes con algunas prendas de abrigo, al mismo tiempo que otros (sobre todo extranjeros) se divertían con el agua de las fuentes, ligeritos de ropa. Por eso nos pareció extraño encontrarnos en una plaza del lugar un puesto de castañas, que por las fechas no desentonaba, pero que no hacía apetecible en principio su visita, por lo elevado de las temperaturas. Sin embargo no pudimos resistir la tentación de comprar.
Estamos
en época de consumo del fruto del castaño,
ese árbol que introdujeron los romanos por su imperio y que tantos
beneficios nos comporta. La castaña
tiene para mí recuerdos
imborrables de la niñez. Ese fruto que se consume seco, como una
nuez y que aparece en el árbol envuelto en una cáscara que le da la
apariencia de un erizo. Asada o cruda, siempre ha sido un manjar
propio de esta época, cuya presencia nos anunciaban los fríos
invernales. Entre fines de octubre y primeros de noviembre, por el
día de los santos y los difuntos, los puestos de castañas indicaban
que había que buscar la ropa de abrigo, que había que pasar menos
tiempo en la calle, a la intemperie, y refugiarse en casa para
encontrar el calor del hogar. Esa imagen tradicional del puesto donde
se asan estos frutos en ollas con el culo agujereado, sobre fogones
de carbón humeante, agitando el castañero o la castañera el
contenido crepitante y oloroso. Ese esperar ansioso a que estén
hechas, para que te las sirvan en un cucurucho de papel, bien
envueltas para que no se pierda el calor. Todo un ritual que se sigue
repitiendo en muchas zonas de nuestra geografía peninsular. Y
también en otras de la cuenca mediterránea y atlántica. El año
pasado vimos en Italia como también se asaban castañas en grandes
sartenes, en los mercadillos de algunas ciudades. Y cuantas tardes de
campo, asando castañas en una lata (como las de conservas), en una
chimenea o en la fogata, hemos disfrutado mientras oscurecía, en
buena compañía.
Y,
como decía antes, compramos y comimos castañas en aquel puesto de
la plaza. Aunque no el otro fruto que se publicitaba también,
ensartado en varillas, como pinchos morunos, como brochetas de
frutas, de un color rojo intenso, pero que me provocó la curiosidad,
porque nunca los había visto así antes. Mi mujer (contenta por la
visión) me aclaró que eran madroños,
bayas de ese árbol
que también se cría en zonas donde se extienden los castaños. Es
el árbol famoso del escudo de Madrid, que da un fruto de forma
esférica que cuando está maduro adquiere ese color rojizo tan
llamativo para animales y personas. Me dijo que de pequeños su padre
los traía de la sierra. Son dulces y no se puede abusar de su
consumo. Me contó cómo un hermano acompañó a su padre una vez
para recolectar madroños y comió tantos que se puso enfermo, pues
tienen alto contenido alcohólico. Tal vez algún día los pruebe. O
tal vez no, pues las costumbres como éstas tenderán a perderse,
desplazadas por otras venidas de fuera, como el dichoso Halloween,
que tanto espacio va ocupando, sobre todo en entornos urbanos, por su
carácter más festivo, desinhibido, empujado por las modas
cinematográficas y televisivas, que nos trae la hegemonía cultural
de Estados Unidos. Es más fácil emborracharse de alcohol de alta
graduación disfrazado de vampiro, que hacerlo comiendo madroños, o
relajarse a la luz de la lumbre mientras se asan las castañas que
hemos comprado unos minutos antes. Parece que esta diversión tiene
menos atractivo que lo exótico de calabazas, brujas y otros
monstruos, sobre todo para los niños, que recorren al vecindario
castigándole con la frasecita del “truco o trato”.
Pero
hoy quiero ser optimista. En mi ciudad los puestos de castañas han
proliferado este año, aunque, por desgracia, sea la crisis económica
y la falta de trabajo, lo que haya movido a muchos de sus dueños a
montarlos. Y sin embargo también estamos viendo que los clientes se
acercan a comprar los cartuchos calentitos, cómo siguen disfrutando
de una buena ración de frutos del campo. Algunas tradiciones, tan
entrañables, puede que se sigan conservando. Me acercaré a la
castañera de la esquina a por un cucurucho. ¿Ustedes gustan?
De momento no he visto ninguno, lo haré cuando vaya a la ciudad.
ResponderEliminarNo dudaré en pedir un cucurucho.
Ricas, ricas.
Un saludo
todavia no he visto ninguno. Lo haré cuando vaya a la ciudad. Pero no dudaré en pedirme un cucurucho.
ResponderEliminarRicas, ricas..
Un saludo
Un saludo y que lo disfrutes cuando encuentres el puesto.
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