Segovia es una ciudad hermosa y llena de historia. Hasta aquí no descubrimos nada, pues su fama le precede. Existen muchos monumentos, además del archiconocido Acueducto romano, de todas las épocas. La visitamos de nuevo el año pasado y pudimos comprobarlo. Para colmo su gastronomía es también mundialmente famosa. El mesonero Cándido, cuyo restaurante está junto al acueducto, se encargó de ofrecer sus asados de forma peculiar, con su especial manera de trinchar el cochinillo, usando platos que luego arrojaba al suelo. De ahí que el cochinillo asado sea una seña de identidad de la cocina segoviana.
Pero no solo el cerdo es la estrella de sus platos, también el cordero, muy abundante en los fogones castellanos, destaca. Así que no nos privamos de un buen asado en nuestra visita veraniega anterior.
Ahora bien, paseando por su casco antiguo, una imagen me provocó curiosidad. Una frutería emergía de entre los muros antiguos, como exigiendo ser tenida en cuenta. Entre tanta carne, los vegetales se nos colaban apoyándose en el hueco dejado por una edificación de principios del siglo XX y otra más antigua, de piedra.
Un pequeño espacio de pocos metros, arrancados a los edificios más nobles, usando la altura como aprovechamiento. Sus cuatro plantas son casi una caricatura de bloque de pisos, en medio de tanta historia. Las estancias superiores parecen mero adorno, sin otra utilidad que la de proporcionar altura con la que contrarrestar el desastre visual que ofrecería la verdadera edificación de nuestras cuitas: la frutería en planta baja, cuya fachada ocupa casi totalmente la puerta y el escaparate donde muestra, casi con pudor, sus mercaderías. Que, de tan pequeña es, que hasta el rótulo tiene que mostrar acortado, usando los espacios en blanco entre palabras, para colocar las letras que nos faltaban. Letras apretujadas en la frutería de Hilario. La fruta que busca su lugar reventando los huecos que puede ocupar en el paraíso del asado. Exigiendo sus derechos. Encontrando su espacio.
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