jueves, 22 de diciembre de 2016

El solsticio de invierno y el Sol invictus


Ayer tuvimos la noche más larga del año, la más larga en el Hemisferio Norte (en el Sur fue la más corta). Desde ahora los días se alargan, van sumando más tiempo, proceso que finalizará en junio del próximo año, cuando el ciclo empiece de nuevo. Finalizará o termine, según se mire, pues los ciclos no tienen ni principio ni fin, giran y giran, se repiten una y otra vez. El eterno retorno de lo idéntico del que hablaba F. Nietzsche, que tantas cosas ha inspirado a los seres humanos, y tanto nos ha intrigado desde el origen de los tiempos. El amor a la vida, esa que fluye sin fin y que nos devuelve una y otra vez lo ya vivido. Eso que provocó la concepción del tiempo, no como algo lineal, que una vez empezó y tarde o temprano tendrá su fin, sino como un rueda que gira y gira sin cesar. Como la rueda de las reencarnaciones de la que hablan en Asia. 


El Sol, en su aparente viaje alrededor de nuestro mundo se nos presenta con más o menos fuerza, más alto o más bajo respecto al horizonte, más tiempo o menos durante las veinticuatro horas del día. Al inicio del invierno su presencia empieza a prolongarse, amanece antes y oscurece más tarde. Es lo que vivimos ayer. Por ello los romanos celebraban a Sol invictus, porque el Sol dejaba de ocultarse más tiempo, como derrotado por la noche, y cada día que pasaba estaba más tiempo con nosotros, triunfante, orgulloso, regalándonos sus dones en forma de vida. Y lo representaban como a sus otros dioses, con figura humana, como un coloso coronado por rayos, un coloso dorado como la luz, la misma que ya, cada día, estará más tiempo con nosotros, triunfando sobre la oscuridad. El Sol de nuevo ha triunfado sobre la oscuridad. Alegrémonos. 

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