jueves, 5 de junio de 2025

Los diteros


Como otros años anteriores, publico mi correspondiente artículo para la revista de la Feria de Mayo:

En la posguerra España vivió grandes penurias económicas y de todo tipo. El aislamiento de nuestro país, bajo una dictadura, se agravó por la colaboración del régimen de Franco con las potencias del Eje Alemania-Italia, perdedoras de la Segunda Guerra Mundial, con lo que no pudimos aprovecharnos de la ayuda del Plan Marshall, que se aprobó por los Estados Unidos para la reconstrucción de Europa occidental tras esa atroz guerra. España optó por una política autárquica y proteccionista, que, entre otras cosas, impuso el racionamiento de los bienes de primera necesidad en los primeros años del Franquismo. La imagen de la cartilla de racionamiento, a nombre de mi abuela materna, Belén Nieto, es un recuerdo de aquellos tiempos de escasez.


Las clases humildes tenían acceso muy limitado a determinados bienes, y como no funcionaban las tarjetas de crédito, ni los bancos prestaban fácilmente, la única manera que muchos tenían para adquirir algunos bienes, como ropa, calzado, menaje de cocina (ollas, sartenes, paletas...), mantelerías, toallas y demás, era pagando a plazos, sistema que la mayoría de los comercios de aquella época tampoco se podían permitir. Hubo entonces una profesión, el ditero, o la ditera, porque también hubo mujeres, que vendían a cargo de un proveedor o adquirían bienes para revender cobrando a plazos, con cantidades pequeñas, a las que sumaban su porcentaje de beneficio. Estos diteros beneficiaron a muchas personas que, de esta manera, podían hacerse con mercancías, que, de otra manera, nunca podrían haber estado al alcance su mano. Para colmo garantizaban los pagos nada más que con la palabra del cliente, con lo que asumían el riesgo de las operaciones.


Los diteros iban casa por casa ofreciendo sus mercaderías, primero, y luego cobrando la dita, que, como lo define el Diccionario de la Real Academia, es un “Pago a plazos, en pequeñas cantidades, fijadas por el comerciante o por el cliente y, en ocasiones, con incremento del interés sin el conocimiento de este.” La deuda la anotaban en hojas por cada cliente donde escribían los pagos o los justificaban con un sello por cada pago, y esas hojas las añadían a un libro formado por unas tapas, generalmente de madera o hule, cosidas con unos largos tornillos sujetos por palomillas, alcanzando casi siempre un gran grosor, como vemos en la imagen, sacada de internet, en la que aparece en medio del grupo un ditero con su mazo de hojas, y sus ayudantes, uno de ellos con mantas en el hombro y en el suelo con un gran canasto cargado de mercancía para la venta. 



Tras la venta, el ditero o la ditera pasaba periódicamente casa por casa a cobrar esas pequeñas cantidades con las que se iban pagando. O, al menos, lo intentaban, ya que no era infrecuente que el deudor o la deudora (ya que generalmente eran las amas de casa las que se acogían a esta forma de adquirir bienes de primera necesidad o imprescindibles para el ajuar doméstico) no hiciese frente al pago, poniendo todo tipo de excusas para demorar la satisfacción del plazo correspondiente. Se cuentan muchas anécdotas al respecto, como la de responder al ditero, cuando llamaba a la puerta nombrando a la señora, con un “no está”, cuando era reconocible la voz de la interpelada como la de la misma deudora. Incluso se daba el caso de que ese deudor se escondía tras una puerta o una cortina dejando entrever sus pies, y teniendo el ditero que hacer como si no se hubiese percatado de ello. Hojeando la revista Guadalgenil del 31 de enero de 1960, encontré un artículo de Rafael Carrasco Torres, donde cuenta una de esas anécdotas donde relata estas situaciones, cuyo texto reproduzco: “Días pasados llegó a una casa de pisos el cobrador de una sociedad de entierros y cuando el cobrador desde abajo repetía el nombre de una presunta beneficiaria, que no quería darse por enterada, haciéndose la sorda, una vecina le aclaraba: ¡Los muertos, mi “arma”! A lo que ella, malhumorada, respondió: ¡Los tuyos, “so esaboría”!”


Este sistema fue muy habitual en Andalucía y, también, como no, en Palma del Río, donde el pago por plazos, o la dita, también se empleó incluso por personas acomodadas, para conseguir, por ejemplo, ropa como trajes de chaqueta y corbata, muy usados entre los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Ni que decir tiene que electrodomésticos, como aparatos de radio o lavadoras, también fueron adquiridos mediante esta forma de pago a plazos. E incluso yo he conocido a personas que vendían joyas de oro o plata, producidas en los conocidos y famosos talleres cordobeses, cobrando a dita el precio de las alhajas, a los clientes habituales y que eran de fiar.



En el programa “Tal como somos” de Canal Sur Televisión, en uno de los espacios que dedicaron a Palma del Río, en 1996, además de otros personajes de la vida social palmeña, como por ejemplo, mi suegro Miguel Santos Enríquez, que fue entrevistado en relación al libro “Motegrafía palmeña”, sobre los motes o apodos que él recopiló relativos a paisanos de nuestra ciudad, también fue entrevistada María López Postigo, que, junto con su marido, Eduardo, ejerció la profesión de ditera en Palma, tras trasladarse ambos desde Málaga en 1953. A ellos los conocí, pues con María y otros alumnos coincidí representando una obra de teatro montada por el Taller de Teatro del Centro de Educación de Adultos Al-Sadif, el “Farsón de la Niña Araña”, una de las “Farsas Maravillosas” de Alfonso Zurro, de la compañía La Jácara de Sevilla. En esta entrevista también contó algunas anécdotas graciosas de las que vivieron mientras ejercieron de diteros.


Que duda cabe, que los diteros facilitaron la mejora de las condiciones de vida, sobre todo de los más humildes, en unos tiempos en los que todavía no se había impuesto la sociedad de consumo actual, y en los que el nivel de vida era más bajo. En los años sesenta y setenta, con la mejora de las condiciones económicas, por la apertura de nuestro país al mundo occidental, y los acuerdos con los Estados Unidos, con su ayuda correspondiente, el nivel de vida subió, con los  planes de desarrollo y la extensión de la financiación. La letra de cambio, con el famoso treinta, sesenta y noventa, fue sustituyendo al sistema de dita para acceder a más bienes. Los comercios comenzaron a emplear la venta a plazos, y el crédito bancario se extendió. Los medios “modernos” como el cheque y la tarjeta de crédito se fueron generalizando, como también aumentó la producción y variedad de las mercaderías. La venta casa por casa se empezó a emplear para otros productos más “de calidad”, como las entonces célebres y muy ansiadas enciclopedias, o más lujosos y caros, como los cosméticos. Esto hizo que la profesión de ditero o ditera fuese menguando, y muchos de ellos se instalaron en establecimientos o comercios fijos, abandonado el peregrinar casa por casa. Hasta llegar a desaparecer como desapareció el estraperlo o la cartilla de racionamiento de la que hablaba al principio del artículo.



Los diteros y las diteras merecen un recuerdo, entre romántico y entrañable y agradecido, ya que ayudaron muy mucho a mucha gente, aunque para algunos su sola presencia provocase el miedo a no poder hacer frente a sus deudas y otros los considerasen unos personajes nada simpáticos. Algo realmente, en muchos casos, lejos de la realidad. Su sacrificio, con jornadas de sol a sol, visitando diariamente casa a casa para entregar bienes y para cobrar las deudas, también se merece el reconocimiento, aunque, afortunadamente, ya no sea una profesión tan necesaria con antaño.

No hay comentarios: