domingo, 4 de abril de 2010

El túnel

Ver la luz al final del túnel, pero, ¿hay luz?. Eso pensé una vez de vuelta de Galicia por la provincia de Zamora, creo que era el túnel de Padornelo. Al menos así me sonaba al recordar los paneles indicadores. Curiosamente el nombre me era familiar, gracias a la información meteorológica que daban antaño en los telediarios, cuando era un niño y televisión española la única televisión que podíamos ver. Habíamos salido de Vigo para volver a Madrid por Castilla y León, pasando por Sanabria, donde paramos para visitar el lago famoso, el único de origen glaciar de España. Antes de hacer una parada en Benavente, donde probé un exquisito tinto de la denominación de origen de Toro, gran descubrimiento para mi paladar, sobre todo tras volver de tierras de blancos con aromas y sabor marino. Cuando pasamos por ese túnel no pude pensar otra cosa: ¿llegaríamos al final?. Son unos seis kilómetros de roca agujereada, viajando en autobús. Y un túnel es siempre una invitación a algo misterioso, la entrada a “otro mundo”.

Nunca había sentido claustrofobia, pero aquella vez creo que viví un episodio de pavor por encontrarnos en un lugar oscuro, aparentemente cerrado por lo amplio, donde no se vislumbraba el final del trayecto. Fue angustioso, a pesar de circular por una autovía. Me imaginé qué pasaría si fuésemos por la antigua carretera nacional. Y eso me hundió más en el miedo, el que ya teníamos todos, pues antes nos habían desviado de un tramo que estaba cortado debido a un choque entre varios vehículos, que no se vieron por el humo del típico incendio forestal estival que había en la carretera.

La ansiedad se apoderó de mí. Una especie de presión, como un dolorcillo, se asentó en mis sienes, mientras empezaba a sudar. Y miraba adelante con ganas de ver luz, muchas más ganas que espacio recorríamos. No había luz al fondo. No había fondo. Durante metros y metros avanzamos a un ritmo que me parecía lento, demasiado lento. Un puerto de montaña es lo que tiene, que no puedes correr, porque se sortean rampas, desniveles, pronunciados muchas veces. Y la oscuridad, lo peor la oscuridad. Metro tras metro, kilómetro tras kilómetro. El autobús seguía su periplo, pero para mí fue como si se hubiese parado en medio de una tenebrosa noche en un lugar desconocido. Es la boca del lobo de la que nos hablan de pequeños, las fauces del cánido que te oprimen el espíritu hasta hacerte perder el control. Y te dan ganas de gritar.


No hay mal que cien años dure, ni aquel los duró, aunque me lo pareciese. No es este un túnel demasiado largo, sobre todo si lo comparamos con obras de ingeniería más modernas o con los trayectos subterráneos del metro, por ejemplo. Pero os aseguro que cuando me meto en el suburbano o entro en alguna cueva, todavía me asalta la duda si me acuerdo de aquel viaje. Y al ver la foto no he podido evitar recordarlo. Sentir la presión, abandonarse al miedo. El túnel, el siniestro y angustioso agujero, entrada al mundo de ultratumba. Como el otro túnel, el del tiempo de las series antiguas de televisión, que te atrapa en su seno, en la espiral, para llevarte a un mundo desconocido. Sus dientes amenazantes, los ojos desencajados. El grito de la montaña, agredida, herida por la mano del hombre, que te devora una vez más. Aunque, por suerte, siempre al final veremos la luz. Todo es sugestión, fantasmas que se volatilizan cuando acaba la roca. O eso espero. 

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