Nunca me ha gustado visitar el cementerio el uno de noviembre. He tenido que hacerlo acompañando a mi madre, tanto para visitar las tumbas de los familiares desaparecidos, como, antes, para adecentar las lápidas. Siempre había un gran gentío y motivo por el que departir con otras personas también presentes allí. Entiendo que se visiten los cementerios en estas fechas, por la costumbre ancestral, que, sin embargo, me merece más aprecio que otras importadas de Estados Unidos que, aunque guarden el mismo origen que nuestra costumbre, se han extendido como mero divertimento, al copiarse de las numerosas películas de terror que tanto gustan a los jóvenes: el famoso Halloween, con toda su parafernalia de disfraces de monstruos, brujas, momias o vampiros, las fiestas de discoteca o las pesadas visitas donde niños impertinentes te amenazan con el "truco o trato". Pero, para mí, no ha arraigado como hábito. La festividad de la noche del 31 de octubre tiene otro significado, relacionado con los cultos celtas y germanos. Siempre he preferido visitar el cementerio en otros momentos del año.
Así lo hice hace meses, buscando los nichos de mis familiares difuntos. Sin bullas ni muchedumbres, paseando por sus calles, tras hacer ejercicio por otras calles, las del casco urbano de Palma, o los caminos de sus huertas. Registré en imágenes las lápidas de mis padres, José y Carmen, que se sitúan en la parte de la primera ampliación del cementerio.
Además de las de otros familiares.
Como la de mis abuelos paternos, José Domínguez y Adelina Godoy, a los que no conocí, por fallecer antes de mi nacimiento, cercanas a la entrada del camposanto, tras el muro de la fachada.
También la de la primera mujer de mi padre, Soledad López, que descansa en el bloque de los nichos cercanos a la capilla.
O la tumba donde está mi abuela materna, Belén Nieto, que reposa con mis tíos Francisco (Curro) y su mujer María, ya que a este nicho fueron trasladados sus restos. Los de mi abuelo Sebastián Peso no se sabe donde están, solo se conoce que mi abuela los trasladó a otro lugar, tras hundirse el nicho donde reposaban.
El cementerio, como si de otra urbe se tratara, tiene sus espacios delimitados según creencias y situación social. Así encontramos tumbas en el suelo, panteones para varios enterramientos, nichos en los muros de los diferentes bloques y hasta un columbario donde se depositan las urnas con las cenizas de los que han sido incinerados, sin atender a la costumbre cristiana.
Y presenta la historia de nuestro ciudad, en correspondencia a los fallecidos que allí se alojan. Son bien visibles las tumbas de los asesinados por uno y otro bando al comienzo de la Guerra Civil del 36. Los sublevados y los muertos tras la toma de Palma por los nacionales.
Encontramos además lápidas más singulares que las tradicionales con cruces o imágenes religiosas, como una en forma de rosca, o con leyendas curiosas. Elementos que nos informan de la personalidad o la vida, costumbres o preferencias de cada difunto.
Alguna solo contiene los apellidos y la fecha en números romanos relativa exclusivamente al siglo en que vivimos y murió la persona allí enterrada.
Otra encontramos con un texto enigmático (ETERNAMENTE SÁBADO), ya que no sabemos si esa persona esperaba llegar siempre al fin de semana, para descansar o ir de fiesta, por ejemplo, o si tuviese algún origen o antepasado hebreo que le hiciese preferir el día de la semana dedicado a Yahveh.
Alguna solo recoge los nombres de sus moradores, junto a algún epitafio para pensar.
Encontrándonos también, junto a las que añaden al nombre la fotografía del difunto o difunta (hay muchas de ellas), algunas simpáticas donde desvelan sus gustos, como ésta donde se incluye el escudo del club de fútbol del que sería fiel aficionado.
El cementerio cambió hace tiempo, pasando de lugar lúgubre a recinto amable, bien cuidado, dotado de servicios y zonas verdes, con un estanque rebosante de vida, y hasta de adornos, como esta pirámide que recuerda a los monumentos funerarios egipcios o a uno de los símbolos masones más apreciados.
Pasear por el cementerio en días que no se frecuenta su visita, como en estas jornadas de noviembre, o en horas en que no hay entierros, casi es un verdadero placer para los sentidos. Se respira paz, tranquilidad, armonía. El canto de los pájaros acompaña a pensar y pasear pausadamente por sus calles, encontrándose con los recuerdos de quienes compartieron con nosotros sus vidas, ya fuese porque nos acompañaron, nos proporcionaron nuestra existencia o porque forman parte de la historia del lugar en que tenemos nuestras raíces y desarrollamos nuestra vida. Yo prefiero hacerlo así. El reencuentro espiritual con nuestros ancestros de esta manera es, para mí, más gratificante que durante el uno o dos de noviembre, como manda la tradición. No obstante, quien quiera visitar la morada última de sus familiares y allegados en estas fechas, encontrará también un lugar algo más que digno y curioso para ello.