El viernes amaneció el día con nubes cubriendo la salida del sol. Era el preludio del intenso nublado que tuvimos por la mañana. Algo que anunciaba tormentas veraniegas tras los días de intensísimo calor, aunque el frescor se adueñara del ambiente más tarde. Eso me recordó un par de sucesos de la infancia relacionados con las tormentas.
Era muy niño y una noche de lluvia me dieron ganas de orinar. Estaba en el comedor de la casa de la calle José de Mora, y para ir al baño tenía que cruzar el patio que había en la parte central de las edificaciones. Ya no llovía por lo que me decidí a cruzar ese patio, aunque preferí no seguir totalmente mi camino sino quedarme en mitad del trayecto, para hacer mis necesidades en el sumidero que había en la parte central. No era la primera vez que hacía algo así, pues al no estar iluminado nadie me podía ver, y el agua de lluvia ayudaría a la evacuación. Como era pequeño, mis padres no nos ponían reparos a algo así, lo que evitaba tener que cruzar varias estancias de la casa. El caso es que, estando en tan cálida actividad, ensimismado en mis pensamientos, de pronto un relámpago, seguido del correspondiente trueno, me asustó, cortando de repente mi relajada expulsión de líquidos del organismo. Era como si el gendarme de una severa deidad hubiese querido fotografiar la infracción a uno de sus mandamientos, usando del flash. Algo así sentiría en aquel momento. Naturalmente salí corriendo despavorido de vuelta al comedor de la casa, sin acabar mi misión. Algo vergonzoso.
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El autor de pequeño. Detrás el famoso sumidero del patio |
El otro suceso ocurrió más o menos por la misma época. Fue a casa a visitarnos mi prima
Carmen, hija de mi tía
Amadora, de la que hablé en una de las entradas sobre la calle
Portada. Mi tía Amadora era la hermana mayor de mi padre. Era hija de la misma madre pero tuvo otro padre, con el que estuvo casada mi abuela Adelina anteriormente que con mi abuelo José, por eso sus apellidos eran Valdés Godoy. Yo la recuerdo como una mujer muy mayor, siempre de
luto, viviendo en la calle Pastores, con otra de sus hijas, Braulita. Carmen vivía en el pago de
El Pizón, en una huerta, y tenía un hijo y una hija, con su marido, de apellido Zamora, al que llamábamos "Currichín". El matrimonio y los hijos, mayores que nosotros, venían frecuentemente por la casa. Mi padre, cuando la veía entrar por la puerta decía casi siempre (con su especial gracejo) "Ya viene el güeijartojaramago". En aquella época no entendía qué quería decir con aquel "palabro", aunque algún tiempo después pude descifrar el
enigma. Mi prima Carmen era una mujer alta, como todos sus hermanos y hermanas, corpulenta, con figura casi cuadrangular, de voz grave y dicción lenta, parsimoniosa y de carácter noble, como toda su familia. Parecida un
armario ropero, como se dice por aquí, debido a su volumen y estatura. O un
buey, que era con lo que le comparaba
chistosamente (y con cariño) mi padre: "un buey harto de (comer) jaramagos", andando balanceándose, cansinamente. Nos reíamos mucho con Carmen.
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El comedor de la casa. Mi tío Emilio, Sole, mi padre, un servidor, mi cuñada Elena y Roberto |
Mi prima vino un día de lluvia y estábamos en el comedor de la casa, cuando, de repente, sonaron varios truenos con los correspondientes relámpagos. No nos dimos cuenta, con la sorpresa, pero al momento vimos que Carmen había desaparecido como por arte de magia. Mi madre le llamó en voz alta, sin contestación alguna. Fueron varias llamadas, hasta que nos conminó a buscarle. ¿Se habría ido de improviso? ¿Por qué? Mi hermano y yo nos fuimos al patio a llamarle. Mi madre también emprendió la búsqueda, sin que hubiese respuesta de nuestro familiar. Tras entrar en varias habitaciones, llegamos a nuestra habitación, el dormitorio de los niños, que estaba junto al de mis padres. Al abrir la puerta vimos que estaba oscuro, que la única ventana que allí había, en los gruesos muros de la casa, estaba totalmente cerrada. Así que al colarse un tenue rayo de luz por la rendija de la puerta se iluminaron las lentes de las gafas de alguien, como se encienden los ojos de los gatos en la oscuridad, al recibir algo de luz. Eran las grandes gafas de Carmen, que permanecía sentada en una silla, inmóvil y asustada, casi en cuclillas, mientras nos decía "¡cerrad la puerta, que tengo mucho miedo!". No consintió que encendiésemos la luz, ni tampoco que abriésemos la ventana. Era pavor lo que sentía por las tormentas. Por ello nos costó sacarle del escondrijo, entre las risas de los presentes, diciéndole que no pasaba nada, para calmar su ansiedad. Alguien tan grande, y con tanto miedo. Chocante.
Con esto comprobé que había perdido yo el miedo a las tormentas. Incluso muchas veces hasta he sentido un extraño placer por el aparato eléctrico, los truenos y relámpagos, contemplados a salvo tras el cristal de la ventana. Por eso, tras esta segunda anécdota, pensé que la vergüenza pasada en el primer incidente, el del sumidero, no tenía ya razón de ser. ¡Se acabó el terror por las tormentas!