No me gusta ir de compras, por lo general, sobre todo cuando se trata de compras domésticas. De niño me exasperaba pasar tanto tiempo con mi madre en la tienda correspondiente, viendo como los demás se divertían con hortalizas, conservas, legumbres, etc. Solo comprar libros o música me relajaba. Pero el auge de internet quita el placer de hojear volúmenes en una librería y buscar novedades. De la música, mejor no hablar. No soy partidario de las descargas piratas, pero es que el panorama musical actual no me incita ni a saltarme mis convicciones morales.
Pero hay otras compras que me agotan, las de muebles, menaje y ornamentos del hogar. Hace cuatro años reformé mi piso y cambié casi todo el mobiliario. La mayoría lo compré en la localidad, pero algunas cosas las busqué fuera.
Y probamos a conocer el almacén de moda en el sector,
Ikea. Llegar allí ya fue un poema, nos perdimos varias veces por el área metropolitana de Sevilla, hasta encontrar Castilleja de la Cuesta (no sé porqué siempre he pensado que la entrada estaba justo en la salida a la autovía). Luego, allí, encontrar el acceso del aparcamiento era casi una tarea titánica. Recuerdo que la tercera vez que vieron nuestro coche unos albañiles pasar por el mismo sitio, buscándolo, las sonrisas reflejaban a las claras cómo nos calificaban. Dentro pudimos comprobar lo bien organizados que están. Y cómo te llevan como a la ternera desde el camión al matadero. Esos pasillos en forma de laberintos, donde esperas aparecer al minotauro dispuesto a cornearte. Cada sillón, sofá u otro artilugio que te incita a tumbarte para descansar. Todo perfectamente calculado.
Buscaba yo una cómoda que me sirviera de cajonera para un armario empotrado. Me armé de lápiz, cinta métrica y el impreso donde se detalla nombre, código, precio, número y lugar de ubicación en el almacén, y probé con todas las que vi, hasta que, ya cansado de no encontrar ninguna adecuada, nos dirigimos a la sección de niños y, ¡albricias!, apareció el mueble ideal. Compramos algunas cosas más y, como no, al pasar allí la mañana y la tarde, almorzamos en el restaurante sueco. A la salida, la misma canción, nos perdimos y ya cuando conseguimos entrar por el acceso correcto a la autovía, por poco no nos metemos en el centro de Sevilla, buscando la salida para Córdoba. ¡Uf!
Hemos vuelto otras veces, con el mismo lío de pasillos. La última fue este verano, para comprar algunos muebles, menaje de cocina y electrodomésticos, para nuestro nuevo hogar. Y la misma canción. Yo llevaba el coche, pero también nos perdimos en otra población, y al llegar al edificio, la correspondiente vueltecita tras pasarme de largo en la entrada del aparcamiento. Ya dentro se repitió el oportuno vaivén por los pasillos. Y tras el ritual de rigor (lápiz, impreso, cinta métrica y a rellenar) nos cargamos un carro, que nos llevamos al restaurante sueco, pues acabamos (es un decir) a la hora de comer. Para mí, las famosas albóndigas suecas y salmón ahumado, que no sé si era sueco o de las típicas bandejas del Mercadona que hay al lado, y que acostumbro a consumir. El café, horroroso. Luego nos replanteamos la conveniencia de llevarnos algún producto, y ya agotados y mareados de ver, comparar y no encontrar algo mejor, nos fuimos a recoger los grandes bultos en el almacén. Uno nos mareó en demasía, un perchero de pared que, siguiendo las instrucciones correspondientes, no aparecía en las estanterías. Si el nombre de muchos productos es endiabladamente escandinavo, no encontrarlos es más aún. Menos mal que tienen unas pantallitas donde, tras varias tentativas de encontrarlo en la sección que tú crees que debe estar, por fin apareció el dichoso perchero....pero en otra sección, eso sí, cercana a la anunciada. Ya cargados con todo, nos ponemos en cola en la caja....y vuelven los problemas. Llevábamos una olla de hierro “ideal para hacer el pisto al chup chup”, pero la cajera se negó a que nos lo llevásemos porque era la de exposición. Al menos no tuve que cargarla hasta la estantería interior ya que pesaba un huevo (de dinosaurio al menos), pero sí me perdí entre pasillos para coger una nueva olla, mientras mi novia se quedaba atascada en la cola pagando el resto de los artículos. Mis sudores me costó, pero acabamos, y pudimos salir contentos con la compra.
Esta vez no nos perdimos y llegamos temprano a la
República Independiente de mi Casa, que es como rezaba el lema publicitario vigente en el catálogo con fin en agosto. Otro lema famoso de esta casa es
“Redecora tu vida”, lema que ha usado, adaptado, la empresa de
servicios 2.0 Cink. Y eso venía yo pensando en el coche: redecorando el nuevo hogar, ¿conseguiremos convertirlo en nuestra república independiente? La República independiente es Ikea, con sus reglas propias, donde te dirigen convirtiéndote en uno más de la masa que circulaba por sus pasillos (donde, por cierto, vi el mayor número de embarazadas por metro cuadrado, en todas mis vacaciones), con su menú (presuntamente) propio, todo perfectamente adaptado para pasar tu vida allí y conseguir que los interiores de nuestros hogares sean encantadoramente uniformes. Eso sí, el lema del catálogo posterior, lo aclara todo:
Tu casa, tu reino. Ya me extrañaba que la monarquía sueca, por muy burguesa y “socialdemócrata” que parezca, iba a permitir un lema tan republicano. Pero, claro, ¿dónde está el truco? Tu casa es tu reino, y en tu reino te lo montas tú. Después de la “satisfacción” por la compra viene lo malo: los muebles te los montas (los armas) tú, con tus propios medios. Y la clase media española, como la escandinava, sonríe orgullosa al enseñar a las visitas el fruto de sus aventuras y su trabajo.
Bienvenidos a la república independiente.