"¡Andá, los donuts!" decía un niño en un viejo anuncio de televisión, cuando se olvidaba del desayuno al ir al colegio. "¡Andá, la cartera!", terminaba el anuncio después de volver a por el dulce, ya que se le olvidaba lo esencial para el estudio. Esas frases se nos quedaron esculpidas en nuestra memoria, la de los niños de la época, aunque no comiésemos donuts. Ese dulce con un agujero en medio, como una rosca de toda la vida, pero un dulce blando y aceitoso muy popular en América y que luego se propagó aquí con toda la comida basura que ha sustituido al más saludable bocadillo del recreo.
Pero no ha sido esa, la salud, la preocupación que han sentido los consumidores de donuts, sino el tamaño del agujero. Un componente que la leyenda dice que inventó un marino con un bollo que le hacía su madre, con el centro relleno de nueces y avellanas, porque era la parte que se cocía con más dificultad. Al necesitar las dos manos para usar la rueda del timón, lo clavó en un radio de ésta, haciendo el agujero famoso. El tamaño ha ido cambiando con el tiempo. Y, según esta vieja foto, se ha ido reduciendo para dejar más paso a la materia comestible. Los consumidores se irían quejando del excesivo tamaño, que dejaba escuálida a la rosca, con lo que tendrían que disminuir su tamaño. Porque el tamaño de un agujero, al aumentar, reduce el de la materia circundante y también su densidad y peso. Ya lo dice la adivinanza: ¿De qué hay que llenar una caja para que pese menos? Pues de agujeros. A agujero más pequeño, más miga.
Un problema sesudo y con mucha miga con el que reflexionar las tardes calurosas de este verano.
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