sábado, 7 de noviembre de 2009

Castañas y madroños

El mes pasado visitamos Ronda (Málaga) cuya serranía es famosa, y conocida también por estar situada en un acantilado cortado por un cañón salvado por un espectacular puente, conocido como el Tajo de Ronda. Aunque las temperaturas eran soportables, todavía estábamos con estos calores tan atípicos que hemos tenido en octubre, que hacían ver a viandantes con algunas prendas de abrigo, al mismo tiempo que otros (sobre todo extranjeros) se divertían con el agua de las fuentes, ligeritos de ropa. Por eso nos pareció extraño encontrarnos en una plaza del lugar un puesto de castañas, que por las fechas no desentonaba, pero que no hacía apetecible en principio su visita, por lo elevado de las temperaturas. Sin embargo no pudimos resistir la tentación de comprar.

Estamos en época de consumo del fruto del castaño, ese árbol que introdujeron los romanos por su imperio y que tantos beneficios nos comporta. La castaña tiene para mí recuerdos imborrables de la niñez. Ese fruto que se consume seco, como una nuez y que aparece en el árbol envuelto en una cáscara que le da la apariencia de un erizo. Asada o cruda, siempre ha sido un manjar propio de esta época, cuya presencia nos anunciaban los fríos invernales. Entre fines de octubre y primeros de noviembre, por el día de los santos y los difuntos, los puestos de castañas indicaban que había que buscar la ropa de abrigo, que había que pasar menos tiempo en la calle, a la intemperie, y refugiarse en casa para encontrar el calor del hogar. Esa imagen tradicional del puesto donde se asan estos frutos en ollas con el culo agujereado, sobre fogones de carbón humeante, agitando el castañero o la castañera el contenido crepitante y oloroso. Ese esperar ansioso a que estén hechas, para que te las sirvan en un cucurucho de papel, bien envueltas para que no se pierda el calor. Todo un ritual que se sigue repitiendo en muchas zonas de nuestra geografía peninsular. Y también en otras de la cuenca mediterránea y atlántica. El año pasado vimos en Italia como también se asaban castañas en grandes sartenes, en los mercadillos de algunas ciudades. Y cuantas tardes de campo, asando castañas en una lata (como las de conservas), en una chimenea o en la fogata, hemos disfrutado mientras oscurecía, en buena compañía.

Y, como decía antes, compramos y comimos castañas en aquel puesto de la plaza. Aunque no el otro fruto que se publicitaba también, ensartado en varillas, como pinchos morunos, como brochetas de frutas, de un color rojo intenso, pero que me provocó la curiosidad, porque nunca los había visto así antes. Mi mujer (contenta por la visión) me aclaró que eran madroños, bayas de ese árbol que también se cría en zonas donde se extienden los castaños. Es el árbol famoso del escudo de Madrid, que da un fruto de forma esférica que cuando está maduro adquiere ese color rojizo tan llamativo para animales y personas. Me dijo que de pequeños su padre los traía de la sierra. Son dulces y no se puede abusar de su consumo. Me contó cómo un hermano acompañó a su padre una vez para recolectar madroños y comió tantos que se puso enfermo, pues tienen alto contenido alcohólico. Tal vez algún día los pruebe. O tal vez no, pues las costumbres como éstas tenderán a perderse, desplazadas por otras venidas de fuera, como el dichoso Halloween, que tanto espacio va ocupando, sobre todo en entornos urbanos, por su carácter más festivo, desinhibido, empujado por las modas cinematográficas y televisivas, que nos trae la hegemonía cultural de Estados Unidos. Es más fácil emborracharse de alcohol de alta graduación disfrazado de vampiro, que hacerlo comiendo madroños, o relajarse a la luz de la lumbre mientras se asan las castañas que hemos comprado unos minutos antes. Parece que esta diversión tiene menos atractivo que lo exótico de calabazas, brujas y otros monstruos, sobre todo para los niños, que recorren al vecindario castigándole con la frasecita del “truco o trato”.

Pero hoy quiero ser optimista. En mi ciudad los puestos de castañas han proliferado este año, aunque, por desgracia, sea la crisis económica y la falta de trabajo, lo que haya movido a muchos de sus dueños a montarlos. Y sin embargo también estamos viendo que los clientes se acercan a comprar los cartuchos calentitos, cómo siguen disfrutando de una buena ración de frutos del campo. Algunas tradiciones, tan entrañables, puede que se sigan conservando. Me acercaré a la castañera de la esquina a por un cucurucho. ¿Ustedes gustan?



3 comentarios:

Alberto dijo...

De momento no he visto ninguno, lo haré cuando vaya a la ciudad.
No dudaré en pedir un cucurucho.
Ricas, ricas.
Un saludo

Alberto dijo...

todavia no he visto ninguno. Lo haré cuando vaya a la ciudad. Pero no dudaré en pedirme un cucurucho.
Ricas, ricas..
Un saludo

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Un saludo y que lo disfrutes cuando encuentres el puesto.