viernes, 10 de septiembre de 2010

La que se lía en la abadía

En nuestro último viaje hasta ahora hemos estado por la comunidad de La Rioja. Si bien hemos visitado otras tres comunidades, la mayor parte del tiempo ha transcurrido en esta provincia famosa por tener el nombre de una de las comarcas vinícolas más conocidas de nuestro país.

Una de las excursiones programadas fue al municipio de Cañas, localidad donde nació Santo Domingo de Silos y en el que se sitúa un monasterio, la abadía cisterciense de Santa María del Salvador. Los Cistercienses promovieron en 1098 una reforma dentro de la Orden Benedictina, buscando la vuelta a los orígenes de la Regla de San Benito. Este monasterio fue creado en 1170, para que se instalaran allí monjas de clausura, congregación que todavía lo ocupa. El edificio fue levantado en varias etapas, presentando estilos diferenciados: románico, gótico, renacentista y neoclásico. Destaca el ábside gótico de la iglesia con ventanales ojivales de fina factura (que recuerdan cañas), y que en lugar de estar ocupados por vidrieras, están tapados con alabastro (como en el románico). Hay muchos más motivos interesantes en este edificio, pero me detendré en algo muy llamativo.

Una de las dependencias principales es la sala capitular. En ella se encuentra el sepulcro de Urraca Díaz de Haro, hija de Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya, que donó los terrenos para edificar el monasterio. Fue abadesa y se le considera segunda fundadora del convento. Es una obra magnífica del gótico. En la tapa del sarcófago está representada la abadesa y éste se apoya en lobos (emblema heráldico de los López de Haro), perros y cerdos. En sus laterales se representa su entierro y su llegada a los cielos (pues fue declarada beata y dicen que su cuerpo se conserva incorrupto en su interior).

Esta es la parte que más curiosidad me produjo. Todavía conserva el conjunto funerario algo de su policromía y el realismo de las imágenes entusiasma. La guía local del convento nos hizo percatarnos de las figuras. No son repeticiones unas de otras, sino que representan escenas naturalistas. Una de esas escenas es un cortejo fúnebre donde diversas monjas, acompañadas de monjes, se dirigen al entierro de la abadesa. Sus caras son tristes, como también aparecen en otras partes del sepulcro (incluso en algunas las figuras se tiran de los pelos por el dolor de la muerte de la superiora). Todas tristes....salvo una, la última monja del cortejo, que vuelve su rostro hacia el monje que cierra la fila, sonriendo.

¿Qué es lo que hace posible este contraste tan acusado con el resto de la escena?. Si nos fijamos, el fraile porta un báculo y con él pisa la parte inferior del hábito de la monja. Ésta, lejos de enfadarse por el “ataque” que le interrumpiría su paso, sujetándole sus vestiduras, se apoya en el hombro de su predecesora y vuelve la cabeza, regalando una sonrisa al torpe seguidor. ¿Torpe?, ¿o tal vez pícaro, más bien?. Pícara es la sonrisa de la monja, nos dice la guía. ¿Habría algo entre los dos?. ¿Era esa la forma de enviarle un sutil y clandestino mensaje a la enclaustrada en el convento, que se encontraría felizmente con el fraile “torpón”, con motivo de las honras fúnebres?. Todos sonreímos también al describirnos el curioso detalle de la tumba.

Porque todos nos imaginamos algún secreto inconfesable. Alguna relación prohibida entre clérigos, que no dudó en representar el escultor del sarcófago, a pesar de que lo pudieran acusar de violar la seriedad de semejante urna. ¿Cómo osó incluir tan frívola, aparentemente, representación?. No lo sabemos. Lo que sí entendemos es que los tiempos donde inspirar temor, para afianzar las creencias, ya se estaban terminando. Ese era el fin de muchas expresiones artísticas. Y se pudo permitir esta licencia.  Seguro que una historia de amor o simplemente sexo, prohibidos dentro de aquellos muros y a sus moradores, era conocida, tal vez por su escandalosa publicidad. Las relaciones entre quienes habían hecho voto de castidad eran tan corrientes, que fueron antes, durante y después de esos tiempos objeto de repulsa y motivo de represión entre quienes las practicaban. Por eso muchos intentaron volver a la disciplina que se contenía entre sus reglas. Sin embargo, como decimos ahora, la jodienda no tiene enmienda.

¿Se liaría en la abadía?. Seguro. ¿Estarían citándose para después de la ceremonia y así dar rienda suelta a sus más bajas pasiones?. Como la prensa del colorín o los programas de chismorreos de la televisión no existían, los cronistas de la época usaban de sus recursos y de su ingenio para dar cuenta de los acontecimientos más sobresalientes, fuesen grandes batallas, sucesos sociales relevantes, o simples escarceos amorosos, como el que imaginamos al ver el cruce de miradas y la sonrisa impúdica y rijosa de nuestra monja. Si esto lo hubiesen descubierto algún Cantizano, algún Jorge Javier o alguna Ana Rosa, seguro que se repetirían las menciones, entrevistas, informaciones y contra-declaraciones. El escándalo es noticia. Y la noticia quedó plasmada en la última morada del cuerpo de la abadesa. ¿Tal vez lo supo ella?. ¿Habría protegido a los furtivos amantes del castigo a sus pecados?. Aunque el cuerpo esté incorrupto, ya no lo podrá desvelar. Se guardaría el secreto para siempre. Aunque, tal vez, la celosa venganza de alguna otra monja despechada por el joven monje, impulsase a dejar perenne recuerdo de la velada pillería. Señor, señor, lo que esconde la abadía.

3 comentarios:

Octavio Junco dijo...

El sentido de ese simpático altorrelieve gótico no se le escapa a nadie, amigo Schevi. El fraile, con su báculo en la mano izquierda y su cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, en ademán de estar dirigiéndose a la monja, tiene una significación inequívocamente picaresca.
Le falta la mano derecha, lo que puede ser meramente accidental, aunque permite también suponer que le fuera amputada intencionadamente, con el fin de ocultar alguna señal poco ejemplar para la honestidad y buenas costumbres del clero,
Tengamos en cuenta que la Baja Edad Media fue muy permisiva en materia de conductas licenciosas entre el clero. Lo tenemos en la literatura y no creo necesario demostrarlo. En caso necesario, echadle un vistazo al Satiricón o al Lazarillo. En el mejor de los casos, la existencia de las barraganas de los curas era admitida con normalidad por la opinión popular.
También es de tener en cuenta que los conventos de monjas medievales no eran lo que hoy conocemos, pues en ellos vivían mujeres que no profesaban con sus votos en una determinada orden religiosa, sino que eran acogidas en sus claustros por causas muy diversas, entre otras, la orfandad, la soltería o la viudedad.
El Concilio de Trento, ya en el siglo XVI, ante la necesidad de reformar las normas de vida en el seno de la Iglesia e intentar atajar la reforma protestante, decretó el cumplimiento del celibato entre los miembros del clero, la creación de seminarios para la formación del sacerdocio y la ejemplaridad de vida de obispos y altas jerarquías eclesiásticas.
Así que, repito, no tiene nada de particular que en algunas figuras escultóricas de capiteles u otros adornos de aquellos conventos o monasterios, de la Baja Edad Media principalmente, aparezcan representaciones de clara intención satírica sobre la sexualidad de los frailes.
Como muy bien dices, “la jodienda no tiene enmienda”, y al pueblo siempre le ha divertido, de manera especial, bromear con las licencias sexuales del clero. En el refranero castellano tenemos ejemplos sobrados de ello, algunos muy divertidos.
Saludos.

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Muchas gracias por tus aportaciones, amigo Octavio. Añado algo. La entrada en conventos, incluso de clausura, como éste, también se producía por motivos políticos y financieros. Muchas abadesas lo fueron debido a su cuna y a la gran dote que aportaron al monasterio. Este es el caso de Urraca, que contribuyó a la edificación de este convento. Hay otros "motivos arquitectónicos" en esta abadía curiosos que comentaré en otras entradas, y que corroboran a esa diversión popular de la que hablas.
Saludos

Octavio Junco dijo...

Para visitar un convento de monjas de la realeza y aristocracia, nada como el llamado Monasterio de las Descalzas Reales, en la plaza de la Encarnación, junto a la Plaza de Callao, en Madrid. Allí profesaban las señoras de la realeza, en tiempos de los Austrias, y en las paredes pueden verse retratos de los niños de aquellas damas (algunos con claras señales de subnormalidad, a causa de la atroz consanguinidad), que los llevaban consigo para consuelo.
En nuestro Convento de Santa Clara, sin ir más lejos, en los años de la posguerra, una de las monjas pertenecía a una familia de señoritos ricos de aquel momento, apellidada Martínez.
Pues bien, como eran años de gran penuria y la monja rica aportaba bienes al convento, manteniendo a su vez una cierta independencia respecto de la superiora, el claustro se encontraba dividido entre las monjas partidarias de la superiora y las que simpatizaban con la de familia acaudalada. Eran frecuentes en el pueblo los dimes y diretes a causa de las disensiones de ambas monjas entre sí, secundadas por sus respectivas partidarias.
Aquel ambiente tan poco propicio al recogimiento espiritual y a la modestia de la vida cenobial debió influir en la decadencia y cierre del convento por parte de la autoridad eclesiástica.
Saludos.