sábado, 10 de abril de 2010

Esta noche, gran combate




Eran otros tiempos, eran otras reglas y costumbres. Se les llamaba caballeros, se les estimaba buenos ciudadanos, honrados, respetuosos de las normas. Resolvían sus controversias de forma deportiva. Deporte y entretenimiento para los aldeanos, descendientes de los que habían conquistado un imperio en ultramar. 

También era una forma fácil de ganar dinero en las apuestas. Era sábado,  tras las faenas del campo, dos vecinos hicieron planes. Aquella noche, John y Cedric irían al combate de boxeo. Y después, a tomar una buena pinta de cerveza al pub “El caballo volador”. Era estupendo que la jornada de la feria de ganado terminase con un buen combate. Ya habría tiempo mañana, tras la misa en la abadía, de llevar a sus esposas al recinto, comprar alguna res y acabar el fin de semana con un estupendo asado de buey.

No se arreglaron demasiado. Total, iban a pasar varias horas entre otros lugareños sudorosos y vociferantes. Bueno, se suponía, si el el combate estaba igualado, porque si no, en breves minutos podían estar en la calle. No era raro, la última vez que fueron al pabellón, junto a la iglesia, salieron decepcionados. Un K.O. en el segundo asalto dio al traste con sus deseos de ver una entretenida pelea. Y les hizo sentir que se habían gastado cada uno cinco libras de la forma más tonta que pudieran imaginar. Hasta pensaron en que fuese tongo, que alguien había arreglado el combate. Pero el cartel no presagiaba nada así: Peter Crow, el “potro de Lancaster”, frente a Algernon Towsend, el ganador del último campeonato de Londres. Unos contrincantes de primera para una pelea de categoría, sin duda. 

Townsed era un fajador, un tipo con mucho aguante aunque llevase poco tiempo de profesional, y “el potro”, hacía honor a su apodo, era nervioso, ágil y algo alocado. La pelea fue igualada hasta el quinto asalto, donde, tras una cuenta de protección a Crow, el campeón londinense se impuso claramente en el cuadrilátero, acorralando a su contrincante. El combate se terminó por K.O., casi en el minuto 3 del décimo asalto, derribando Townsed a su oponente de un gancho de izquierda muy certero. Fue un momento sublime para el público, que se levantó bramando, aunque  en su mayoría no estuviese a favor del novato. Nuestros amigos también gritaron, porque habían apostado por el ganador. Esta vez había merecido la pena el dinero gastado y su favorito había dado una lección a quien en el último combate derribó tan pronto, demasiado pronto, a su pareja de lucha. Porque sí, Peter Crow fue el ganador de aquel combate del año pasado, en el que se habían sentido estafados, por su corta duración. Merecida revancha, entonces.

Luego llegó la borrachera en el pub. Se fueron entusiasmados a celebrar la victoria, y, como no, el haber ganado también en sus apuestas, pues éstas estaban diez a uno en su contra y, no obstante, habían ganado. Se gastarían las 40 libras en cerveza, gritaron. Pinta tras pinta, comentando cada uno de los golpes y otras incidencias de la velada, en la barra del pub, a un soñoliento O'Sullivan, el cartero de su aldea, que hacía como si escuchara la “retransmisión en diferido” del encuentro deportivo. Fue pasando el tiempo, hasta que sonó la campana: había que cerrar y solo podían tomar una pinta más. Se lo pensaron y decidieron irse a sus casas. Mañana sería otro día. Así que se marcharon, con los bolsillos todavía llenos. 

Cuando enfilaron Black Goose street vieron a Geoffrey el fotógrafo, pasaron de largo, pero Cedric tuvo una idea genial. ¿Y si nos hacemos una foto como si nosotros fuésemos los boxeadores?. Tendrían un recuerdo estupendo de aquella también estupenda noche. John sería un peso pesado y Cedric un peso pluma. Rieron al recrearse en su imaginación, cada uno en su papel. Volvieron sobre sus pasos y convencieron al artista, que los llevó a su estudio. Allí se prepararon como si fuesen unos verdaderos profesionales del pugilismo. Cedric, el  más alto, con pantalón corto, camiseta de manga larga y mallas. John, bajo y regordete, con calzón y chaleco sin mangas. Incluso calentaron algo. Como eran granjeros, Geoffrey, les situó delante de un decorado campestre, tal vez la imagen menos idónea para una fotografía así. Pero es que quizá no creyese que pudieran dar ambos una exacta impresión de profesionales del boxeo. Y con razón.

John: “Cedric, ¿tú crees que con nuestros cuerpos parecemos boxeadores de verdad?”

Cedric: “John, qué más da. Esta fotografía no es para que la pongamos en el tablón de anuncios de la iglesia o del ayuntamiento. No vamos a pelear de verdad.”

John: “Si, pero, ¿no te parece que nuestro peso y estatura están un poco descompensados?”

Cedric: “¿Tanto te preocupa?. Anda, tú simula que me vas a golpear.”

John: “Es que si te doy, será en el estómago, y eso está prohibido.”

Cedric: “Como sigas hablando, yo sí que te voy a dar de verdad, pero un buen golpe en esa cabezota de calabaza que tienes.”

Mientras, el fotógrafo intentaba hacer su trabajo, ajeno a la discusión entre los dos amigos. Cuando estuvo lista la cámara, gritó: “¿Preparados?. ¿Listos?. ¡Ya!”. Como si diese comienzo a un combate de boxeo de verdad. Sin esperar más a que se aviniesen. Este es el resultado. No me digan que no es divertido. El gordo y el flaco de pelea. La verticalidad y la horizontalidad en comparación. La agilidad frente a la rudeza. La esbeltez contra la obesidad. El ascetismo y la voluptuosidad en singular combate. El pícnico y el leptosomático posando, y ejemplarizando con su broma la eterna disputa por los deseos de la humanidad de gustarse uno mismo, de tener el cuerpo mejor. Lo epicúreo frente a lo estoico, como modelos de conseguir la felicidad, tan distintos, pero tan necesitados el uno del otro, tan complementarios. Qué poco cambian las cosas a pesar del tiempo.

Sin duda, esta noche ha sido una gran velada. 

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