
Nunca
había sentido claustrofobia, pero aquella vez creo que viví un
episodio de pavor por encontrarnos en un lugar oscuro, aparentemente
cerrado por lo amplio, donde no se vislumbraba el final del trayecto.
Fue angustioso, a pesar de circular por una autovía. Me imaginé qué
pasaría si fuésemos por la antigua carretera nacional. Y eso me
hundió más en el miedo, el que ya teníamos todos, pues antes nos
habían desviado de un tramo que estaba cortado debido a un choque
entre varios vehículos, que no se vieron por el humo del típico
incendio forestal estival que había en la carretera.
La
ansiedad se apoderó de mí. Una especie de presión, como un
dolorcillo, se asentó en mis sienes, mientras empezaba a sudar. Y
miraba adelante con ganas de ver luz, muchas más ganas que espacio
recorríamos. No había luz al fondo. No había fondo. Durante metros
y metros avanzamos a un ritmo que me parecía lento, demasiado lento.
Un puerto de montaña es lo que tiene, que no puedes correr, porque
se sortean rampas, desniveles, pronunciados muchas veces. Y la
oscuridad, lo peor la oscuridad. Metro tras metro, kilómetro tras
kilómetro. El autobús seguía su periplo, pero para mí fue como si
se hubiese parado en medio de una tenebrosa noche en un lugar
desconocido. Es la boca del lobo de la que nos hablan de pequeños,
las fauces del cánido que te oprimen el espíritu hasta hacerte
perder el control. Y te dan ganas de gritar.
No
hay mal que cien años dure, ni aquel los duró, aunque me lo
pareciese. No es este un túnel demasiado largo, sobre todo si lo
comparamos con obras de ingeniería más modernas o con los trayectos
subterráneos del metro, por ejemplo. Pero os aseguro que cuando me
meto en el suburbano o entro en alguna cueva, todavía me asalta la
duda si me acuerdo de aquel viaje. Y al ver la foto no he podido
evitar recordarlo. Sentir la presión, abandonarse al miedo. El
túnel, el siniestro y angustioso agujero, entrada al mundo de
ultratumba. Como el otro túnel, el del tiempo de las series antiguas
de televisión, que te atrapa en su seno, en la espiral, para
llevarte a un mundo desconocido. Sus dientes amenazantes, los ojos
desencajados. El grito de la montaña, agredida, herida por la mano
del hombre, que te devora una vez más. Aunque, por suerte, siempre
al final veremos la luz. Todo es sugestión, fantasmas que se
volatilizan cuando acaba la roca. O eso espero.
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