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Hablar del tiempo era antes un recurso habitual para entablar o mantener una conversación con alguien en momentos esporádicos. ¿Quién no ha dicho aquello de que “pues sí, está haciendo frío”, al encontrarnos con una vecina en el ascensor?. O tal vez “ya va siendo hora de que llueva”, cuando estamos en la cola del banco o de la caja del supermercado. Siempre ha sido fácil así tener algo que decir cuando nuestra compañía es desconocida o no tenemos con ella una relación más cercana.
En los últimos tiempos, además, al surgir la teoría del cambio climático, cuestionada por cierto con beligerante encono por los llamados intelectuales liberales o conservadores, el hablar del tiempo ha adquirido la condición de tema recurrente en el debate de actualidad, no solo social, sino económico y político. Es tal el interés mostrado que incluso los meteorólogos que trabajan en los medios, los populares “hombres del tiempo” (hombres y mujeres, cada vez más) son criticados por el común de los mortales como si de ministros del gobierno de turno se trataran. Todos conocemos casos en que, tras una predicción equivocada para un fin de semana o un puente, casi han sido buscados para el linchamiento esos que vaticinaron lluvias, vientos o nieve que luego no cayeron y que habían motivado el cambio de planes para muchos sufridos empleados, que habían visto frustradas sus ganas de viajar en el periodo de asueto. Siempre se han justificado, con razón, en que lo suyo no era adivinación, (que para eso ya estaban las “aramises” y “rappeles” de turno, a los que todavía nadie ha empapelado por no conseguir el amor que le habían prometido sus “trabajos esotéricos”), sino estadística, con base científica, probabilidad, nunca profecía.
Y es que en tiempos de crisis el ser humano suele buscar certezas, y las busca en lo que cree más importante, y también, o tal vez fundamentalmente, en lo que para cada uno en particular es lo verdaderamente importante, por muy insignificante que nos pueda parecer a otros. Viene esto a cuento de que, según nos cuenta la Agencia Estatal de Meteorología, este verano que acabamos de despedir oficialmente ha sido uno de los más calurosos desde que tienen datos en este organismo. Y lo dicen ahora y lo vengo oyendo durante todo el verano. Parece que las temperaturas han estado como media por encima, uno con ocho grados para ser exactos.
Yo recuerdo a mediados de junio, salir una noche del teatro, a las 11 y media de la noche y ver 36 grados en Córdoba capital. Una burrada. Aquí en el sur estamos acostumbrados, en el valle del Guadalquivir, a que las olas de calor lleguen a finales de julio y principios de agosto. Y lo malo no es que hagan temperaturas de 39 o por encima de los cuarenta grados, sino que no bajen por la noche lo suficiente y tengamos más de 24 grados a la hora de dormir. Eso se hace insoportable. Pero, como ya he dicho, es lo “natural” en esa franja de fechas estivales. Este verano, sin embargo, el calor empezó pronto, y todavía sigue, aunque refresque de madrugada. Pero, ¿por qué comento esto?.
Antes me refería a esa exigencia de certeza a la hora de la previsión meteorológica. Otra de las novedades se ha centrado en las alertas. Como estamos acostumbrándonos a mejorar en calidad de vida, también queremos que se nos avise de que nos puede ocurrir algo malo, sobre todo si después ocurren catástrofes como riadas, vendavales, gotas frías...Durante este verano nos han repetido diariamente las alertas: alerta amarilla, alerta naranja, alerta roja, ¡hasta alertas verdes!. Hemos tenido que estar alertas frente al calor, los telediarios asustándonos de posibles insolaciones y deshidrataciones, y dándonos consejos, sin parar. Toda precaución era poca. O mejor dicho, todo aviso era poco, por si algo ocurría y terminábamos culpando al mensajero del tiempo, por no habernos avisado. O culpando también luego al sistema de salud, por no atendernos como nos merecemos (que para eso pagamos impuestos). Ver los telediarios se llegó a convertir en un suplicio, o tal vez, en sufrir un sermón del algún profeta apocalíptico que nos advertía de numerosos males para el futuro cercano. Llegué a pensar en que los meteorólogos se habían convertido en esos airados profetas bíblicos que prometían el castigo divino, convertido en plagas de calores o tormentas, por culpa de nuestros pecados, y que terminarían acabando sus intervenciones en los medios con un “y os lo hemos advertido, ¡arrepentíos!”.
El cambio climático tal vez no sea todo lo claro que vemos en otros síntomas que se producen en otras regiones del planeta, pero los efectos seguiremos notándolos. Afortunadamente las estaciones van cambiando al ritmo que todos conocemos y tras el verano llega el otoño. Eso sí, ya nos avisan que será más cálido, por lo visto en los meses pasados, por si acaso. Me temo que pronto hablar del tiempo deje de ser ese recurso para rellenar nuestras conversaciones banales. Tal vez se convierta en un elemento más de crispación. Solo falta que en la televisión basura, en Gran Hermano o un programa de corte similar, sirva para ocupar horas y horas de enfrentamiento visceral. Al tiempo.