En el pasado artículo
sobre la
Calle
Feria de 10 de julio, decía que sobre el
Convento de
Santo Domingo se merecía “hacer otro comentario más detallado
y singular”. No voy a entrar en detalles sobre los antecedentes
históricos
y
artísticos del edificio, pues otros lo han hecho ya con
mejores resultados. Haré mi comentario o relato sobre mis recuerdos
de la infancia, como tengo por costumbre.
Como decía en el post de
julio el edificio es actualmente un
colegio regido por las
Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones. Por eso de
niño llamábamos el “colegio de las monjas” o de las “hermanas”,
al Colegio de la Inmaculada que allí tiene sede. Yo estuve en mi
etapa de
párvulo, junto con mi hermano menor, Roberto, al
igual que fueron también alumnos anteriormente mi hermano y hermanas
mayores. No recuerdo cuando entré, solo sé que salí de allí en
1968, con destino a la
Escuela Unitaria de Niños dependiente
del
Consejo
de Protección Escolar del Frente de Juventudes, la escuela
que dirigía Antonio García Chaves, junto al Ayuntamiento.
El edificio del antiguo
convento de los dominicos ha sufrido diversas reformas en el
tiempo, desde aquella primera fundación hasta la actualidad, sobre
todo para adaptarlo y ampliarlo con fines educativos. También
durante mi estancia hubo cambios. Recuerdo haber estado en varias
aulas: una que estaba en la planta alta del edificio que da a la
calle Feria (antigua casa de la familia Castiñeyra), también
en otra que se entraba por un pequeño patio que se comunicaba
entrando por el patio principal al fondo y a la izquierda. En ese
patio pequeño había unos servicios donde una vez me llevé
un gran susto al intentar entrar en uno de ellos y estar ocupado por
una niña que no había cerrado la puerta, y que gritó de forma
estruendosa. También pasé por aulas que daban al patio principal,
como una en la que perdí una cartera de plástico marrón con
asas blancas que dejé olvidada una vez que me cambiaron de clase y
recobré luego al verla tirada en el suelo.
El patio principal
tenía unos juegos (balancín, toboganes y uno en forma de arco
enrejado en cuadrícula) donde pasábamos el tiempo de recreo.
Los arcos del antiguo claustro del convento, en la
planta baja, comunicaban con la iglesia, edificio del siglo
XVI, con detalles destacables. En la iglesia solo se entraba cuando
había celebración religiosa o te daban permiso, así que las joyas,
como al capilla de la Virgen del Rosario, de estilo barroco,
eran lugares enigmáticos y bellos, pero vedados. En sus paredes se
conservaban, además de cuadros, los escudos de la orden de
predicadores que fundó el convento. Iguales escudos que el que hubo
en una de las puertas que daba entrada a la habitación que sirvió
de consulta médica para mi hermano Pepe durante años,
en la casa de la calle José de Mora. En la parte alta, otros arcos
cerraban un corredor que comunicaba con las habitaciones de las
“internas”. En aquellos tiempos, en este colegio,
fundamentalmente femenino, había alumnas en régimen de internado. Y
alumnas de pago y sin medios, pobres, que tenían otro régimen
y uniforme diferente. Los niños solo cursábamos las enseñanzas de
la actual educación infantil.
Llevábamos uniforme azul
marino, con zapatos cerrados, no los “gorila” que pedían
ellas, porque eran caros y mi madre nos compraba otros parecidos
en la tienda de Guillermo Iglesias, que no tenían pelotita verde de
goma, con la que jugaban los afortunados portadores del calzado
deseado. Se usaba chaleco (rebeca lo llamábamos, por al famosa
película de Hitchcock) de punto, hecho por mi madre, pantalón
corto, camisa blanca y corbata con nudo hecho y sujetada con una
cinta elástica al cuello.
En el patio de la entrada
era el recreo donde desfogábamos, y donde formábamos antes
de iniciar las clases. Incluso allí aprendí a cantar el “Cara
al sol”, que escuchábamos en formación. En los recreos
también las niñas mayores vendían chicles y estampitas del Domund
para recaudar dinero para las misiones.
Mi hermano Roberto era el
“concinilla”. Le gustaba escaparse de clase e ir a las cocinas de
las monjas para ver qué estaban preparando. Cuando sor María
Gracia, la tutora durante años de mis hermanos y nuestra, lo
perdía, no dudaba en buscarle por las cocinas. Tal vez por eso nos
dieron un papel estelar en una representación de fin de curso, en la
que nos disfrazaron de cocineros, y que se representó en el lateral
de los arcos del claustro, junto a la iglesia.
Había un almacén o
trastero, a la entrada del patio, a la derecha, donde tenían
guardada, entre otras cosas, una cabeza de toro de cartón
piedra o material similar. Me daba miedo solo mirarla. Pero lo más
divertido (para otros) era que se la ponía el “Nino”, un
personaje peculiar, similar al típico “tonto del pueblo”, que
iba mucho por allí y le encargaban recados. En muchos recreos él se
la colocaba y corría por el patio persiguiendo niños y niñas,
mientras mugía. Yo me asustaba mucho, pues la máscara hacía de
caja de resonancia y amplificaba el ruido. Así que me escondía
muchas veces detrás de la persiana de la puerta que daba al pasillo
de las cocinas. El Nino se hizo famoso por una anécdota: un
empresario le pidió que descargara unos sacos, a cambio de darle de
almorzar. El Nino aceptó y pidió primero la comida. Una vez
terminado, el empresario le dijo que empezase la faena, pero el mozo
se fue. Y cuando le preguntó por qué, contestó: “Nino epué omé,
omí”. Es decir: “Nino, después de comer, se va a dormir”. Y
se fue a dormir la siesta. No sé si volvió a cumplir con el
encargo, pero esto demostró que de tonto tenía lo imprescindible.
Aquí tuve de compañeros
de entonces a Pedro Dugo, a Jesús Orcaray, a José J. Montero, a
José Ángel Carnicero, a Federico Navarro, a Rafalito Navarro, a
Antonio Flores, a Cobos, a Palomero, a Manolo Cumplido, y a muchos
más, con los que compartí buenos y malos momentos, aprendizaje en
estudios y aprendizaje en la vida. Fue donde empecé a abrirme al
mundo: recuerdo comentar los asesinatos de Luther King y de Robert
Kennedy, en 1968, terminado ya el curso. Me prepararon por primera
vez para la primera comunión, aunque no la hice hasta un año más
tarde, después de que me preparara (y era la tercera vez) mi hermana
Sole, la teresiana. Aquí empecé a aprender disciplina y sentido del
deber, pero también viví momentos duros y hasta traumáticos. No
entiendo el interés por llevar a los hijos a una escuela
confesional privada. Ni siquiera estos recuerdos sentimentales me
convencen de su superioridad, pues he conocido de los malos
resultados de sus alumnas (sobre todo) en ciclos educativos
posteriores, en otros centros. Además de no compartir el ideario del
centro, claro. Lo cierto es que son una parte importante de la
historia educativa de Palma del Río. Y un lugar, ubicado en un
monumento histórico fundamental, para recordar dentro de mi
recorrido por la geografía urbana palmeña de los años sesenta.