Continuamos
hoy con la segunda parte del recorrido evocador de la calle Feria,
durante los años sesenta y setenta. Ya que hemos hecho un pequeño
descanso imaginario en la casa de la calle José de Mora número 3,
de la que un día hablaré con más detalle.
En
la acera izquierda, yendo a la plaza del ayuntamiento, tras la casa
de
Soledad
López, de la que también hablé, estaba y está la
Imprenta
Higueras. La imprenta, cuyo “apellido” no aparece en el
letrero de madera, que aún conserva, ocupa una antigua casa, típica
de Palma, con balcones y ventanas enrejadas y sobresalientes de la
línea de fachada, que todavía pervive a pesar del paso del tiempo.
Su maquinaria se ha modernizado, no hace mucho, siendo una de las
imprentas tradicionales del pueblo. En
Santa Clara, hace poco,
se abrió una sala museística dedicada a los oficios tradicionales,
donde se conserva una de las máquinas de impresión que se usaban
aquí, además de otros útiles y fotografías. Si la visitáis y
tenéis la suerte de que esté por allí Antonio Lopera Flores
(“Flores, el de la imprenta”), como nos pasó a nosotros, seguro
que gustosamente os enseñará el funcionamiento de esa joya antigua.
Es el que aparece en la fotografía, con cazadora marrón, junto a
Felipe González, cuando visitó Palma en 1979, y se fotografiaron a
la puerta del local.
Un
accesoria de la casa de la imprenta acogía la peluquería de
Evaristo, una habitación pequeña que durante años sirvió,
además, como otras peluquerías, de lugar de tertulia entre
clientes, peluquero y vecinos. Fue incorporada años más tarde a la
imprenta, cuando ampliaron la maquinaria y entraron a trabajar los
hijos de Miguel Higueras.
Seguidamente,
en otro edificio contiguo, estaban el estanco de Adolfo de
la Torre, un cántabro que recaló en estas tierras, tras ser uno
de los miembros del bando perdedor de la guerra. Allí intentaron
enseñarme a jugar al ajedrez y era punto obligado para la compra de
artículos de papelería (bolígrafos, blocs, cartillas, lápices,
gomas de borrar, etc), sobres y sellos de correos, y de mayor,
artículos de fumador. Al morir Adolfo, al que vemos, en la misma
visita de la foto anterior, saludando a Felipe, heredó la concesión
su hijo Adolfo (el popular Adolfito, todo un personaje,
sensible, poeta y gran aficionado al flamenco), al que veíamos
muchas veces subido en su scooter, siendo “el único que llevaba
casco en Palma”, como le gustaba decir. Al morir él el estanco,
que normalmente atendían Fina, su hermana, y Antonio, su cuñado,
cerró definitivamente. En la misma casa, hubo un taller de
reparaciones de televisiones y radios.
A
continuación encontramos la casa de las hermanas Pulido, Las
Pulías, de la que hablé en el artículo anterior, con la tienda
de comestibles en el zaguán. Una casa con una fachada
interesante, protegida en el PGOU, con una portada de pilastras de
ladrillo y un friso con relieves, sobre el que descansa una ventana
enrejada. En la planta inferior había un escaparate, además de las
ventanas de ambos lados de la puerta. Recuerdo el patio y la cochera,
que daba a calle Santo Domingo, donde Marcos tuvo una terraza de
verano algún tiempo. La puerta de la cochera, con un curioso dintel,
estaba frente a la entrada del colegio de las monjas.
Posteriormente
dábamos con una tienda de televisores y, algo también muy popular,
La tienda chica, llamada así por empezar usando un pequeño
local en esquina con Calle Santo Domingo, hasta que se trasladó al
local que ocupaba el Banco de Bilbao que hacía esquina con mi calle,
mucho mayor, aunque conservara el nombre. En esa casa, en la planta
alta, durante un tiempo estuvo viniendo una dentista de
Constantina, a cuya consulta se entraba por la calle Santo Domingo.
Al derribarse el edificio hubo un taberna, la Taberna Romerijo, del
hijo de Romero, y luego al asesoría ASEPAL.
En
la esquina de en frente aparece imponente el antiguo convento de
los dominicos, reconvertido en escuela regida por las Hermanas
Franciscanas de los Sagrados Corazones, el colegio de La
Inmaculada Concepción, la conocida como escuela o colegio de las
monjas. En su pared aparecía el letrero de cerámica que daba nombre
a la calle: Calle Santo Domingo, en honor al fundador de la Orden de
Predicadores, nombre que aparece ahora como un paréntesis del
pasado, debajo del nombre actual, Madre Carmen, fruto de un
desmesurado interés por realzar la figura de la fundadora de la
orden que actualmente ocupa el edificio, y que el ayuntamiento no
supo frenar. Mea culpa, también. De este edificio, su historia y la
de muchos palmeños y palmeñas que pasaron por sus aulas y
habitaciones, se merece hacer otro comentario más detallado y
singular, por lo que pasamos ahora de largo, con un detalle que luego
reseñaré.
Recuperando
la línea de fachada que tiene la calle, retranqueada solo en la
entrada de la iglesia de Santo Domingo, aparece la casa de Elena
León, popular costurera de la época, a la que recuerdo con sus
menudas gafas, para ver de cerca, en la punta de la nariz o colgando
sobre el pecho, con esos cordones que todavía alguien ha intentado
poner de moda. Le sigue la casa de la familia Castiñeyra,
edificio señorial, con dos puertas y numerosas ventanas, y un balcón
central con un cierre acristalado del estilo que hemos
visto ya en otros monumentos arquitectónicos palmeños, ya
desaparecidos. Este edificio forma parte del colegio de las monjas de
Santo Domingo, siendo usado como aulas del centro. Incluso allí se
ha instalado durante años un colegio electoral, ya trasladado al
antiguo convento de Santa Clara. Otras viviendas, una donde se
instaló el Hostal Las Palmeras y otra donde estuvo la farmacia de
Antonio García, junto con una más interesante, ahora residencia del
dentista Antonio Gálvez, van a parar a la actual calle Presbítero
José Rodríguez (nombre que tuvo la calle Alamillos durante el
Franquismo), entonces un callejón que daba a los corralones de las
casas que quedaban hasta llegar a la plaza.
Destaca
aquí la casa del constructor Manuel Peso, casa que se
conservó cuando edificó en la parte posterior, hasta alcanzar la
muralla. Hizo allí en los finales de los setenta tres bloques
de pisos, con una calle a la que se puso el nombre del sacerdote, y
en uno de los susodichos bloques compró mi padre un piso, al vender
la casa de la calle José de Mora, para que fuera la residencia
familiar. Esa casa, la de Manolo Peso, fue demolida posteriormente,
edificando su familia (su yerno Leocadio Martínez) una casa para
Victoria, la viuda del constructor, otra para una de las hijas y su
familia, un piso para la hija mayor, y un pequeño bloque de tres
pisos. Un dato curioso de la antigua casa de Manolo Peso es que tenía
bastantes ventanas y en ellas, en sus rejas de hierro, se
conservaron, hasta su derribo, las muescas, algunas de gran tamaño,
hechas por los impactos de bala sufridos durante los enfrentamientos
de la guerra civil.
Pasamos ya a la otra
acera, dejando atrás los corralones y el arco que colocó el alcalde
Miguel Delgado, y que algunos pretenden recuperar. Idea no muy
afortunada, en mi opinión. Haciendo esquina estuvo el Bar García,
que al ser derribado, como otros edificios de la plaza, fue ocupada
la nueva construcción por el Bar el Gallo.
Algunas casas veremos
posteriormente, de factura más modesta, popular, con pocos elementos
destacables, solo una reja con
elementos lobulados que recuerdan al estilo gótico en una ventana. Un casa, creo, de un Fortea y donde vivió un
amigo del colegio apellidado Regal. Allí, antes de la puerta
principal, hicieron un local, eliminando una ventana lateral, donde
el hijo de Pepe Romero montó Los chitis rosas, un puesto de
juguetes y chucherías que pasó luego por otras manos, hasta su
cierre.
En sus primeros tiempos
encontrábamos seguidamente el Bar el Gallo, de la familia
Rodríguez, hasta su traslado a la esquina, con la barra en planta
baja y habitaciones en el segundo piso, donde se daban cita
aficionados al juego. Allí también hubo una panadería de
José Flores, que se usó como sede de Alianza Popular en el
83, al ser éste uno de los fundadores del partido. Una accesoria
contigua albergó, que yo recuerde, una Relojería, una Platería, y
hasta un Asador de pollos en el mismo local, sucesivamente.
El establecimiento para
mí más importante de la zona era la Confitería Ruiz, de Luis
Ruiz, El Bollito, al que vemos en la foto de grupo, del archivo
de mi suegro, junto al árbol a la izquierda, sobre el zapatero Juan José, hermano de Agustín, en una excursión campestre al Retortillo. En esta
pastelería terminábamos al salir de misa todos los domingos,
comprando la ración de pasteles para el postre de la cena. Un lugar
pequeño, pero entrañable, y un verdadero templo para la gula, donde
también vendían helados. Luis, heredero de otro confitero (El
Bollo) que tenía la tienda en la calle El Sol, sigue vivo, aunque
hijos suyos le hayan sucedido en el oficio de pastelero, endulzando
nuestro paladar con sus exquisitos dulces. La mesa camilla de la
habitación del fondo, donde esperaba sentada Luisa, su mujer, la
llegada de los clientes es otra de las imágenes imborrables de la
niñez.
Pasando otras casas y la
confluencia con la calle Las Pilas, dábamos con la Mercería
y casa de Manolín Esteve, cuya tienda continuó a su jubilación
su hija Encarni, ahora también cerrada. Los Estévez pertenecían a
una familia valenciana que vino en el siglo XIX, para la construcción
del puente de hierro, según una versión que me contaron (hay otra que dice que son de origen catalán, de Cardedeu, y que el primero vino a trabajar de maestro panadero). Luego, la casa de Rodríguez, el padre de
Alberto, donde instaló su primera tienda de electrónica. Una
casa posterior tuvo más tarde alojada la zapatería Ortiz.
Pero el comercio más destacado era la tienda de la viuda de
Guillermo Iglesias, toda una institución, con colmado pequeñito,
perfumería, zapatería, mercería y tienda de tejidos y
confecciones, dependencias amuebladas con sabor, a las que se iba
accediendo, pasando por un pasillo central y a la última, tras
sortear un pequeño patio cubierto. Tenía entrada por Calle Feria y
por Calle Cuerpo de Cristo. En su parte superior, con entrada por
Cuerpo de Cristo, vivió muchos años Mamá Lola, como la llamaban
sus familiares.
Al cruzar la calle
dábamos con una casa, en cuya primera planta estaba un
escaparate
de la tienda de Guillermo Iglesias, haciendo esquina, propiedad de
éste, y colindante a la casa donde vivió su hija Guillermina, con
su marido, muchos años dependiente del comercio, Eloy Higueras,
hasta su traslado al Acebuchal. Le sigue el piso del hijo de Soledad
López, con el bajo comercial, ahora un
bazar. Seguidamente
damos con la tienda de comestibles y panadería de “Monterito”. Y
luego otro local donde se han instalado varios pequeños negocios,
lindando con otro donde estuvo la
papelería Mayco,
debajo de un piso de una de las hermanas
Valle, cuya
casa
familiar le sigue, y que ha sido restaurada para que viva una
sobrina de Eugenio Valle, “el maestro”, alma mater del grupo folk
Azahares. Los Valle son una familia de origen francés muy
relacionada con la música, según decía mi padre.
Para terminar llegaremos
al Bar “El zapaterillo”, antes de “volver a casa”, bar
amplio, con una primera sala donde estaba la barra, y otra en forma
de patio cubierto, rodeado de habitaciones, simulando una plaza de
toros, y decorado con numerosos motivos taurinos. El edificio lo
derribaron y el bar se trasladó a la Avenida de Goya, siendo
sustituido por la vivienda y consulta del ginecólogo Carlos Orense,
médico que, por cierto, asistió a mi madre, en el parto, cuando
nació éste que escribe.
Era la Calle Feria una
calle con mucha vida y hasta tráfico. Una de mis distracciones
cuando pasaba por ella, para ir al colegio, era hacer juegos
matemáticos con los números de las matrículas de los coches que
había en ella aparcados. Las aceras eran estrechas, pero no nos
quejábamos al pasar por ellas. Con la crisis del petróleo de
1973 empezaron los cierres de negocios en esta calle, antes la
más transitada y deseada del pueblo. Intentos de revitalizarla, como
la peatonalización que llevó a cabo el ayuntamiento en los
noventa, no dieron los frutos deseados, pues la población, con el
auge de la construcción y la urbanización de nuevas zonas, se fue
desplazando, cambiando así el centro comercial, popular y hasta
geográfico a otro eje en el casco urbano. El intento de hacer un
centro comercial abierto no cuajó y lo aprovecharon algunos
propietarios para pedir que se abriera de nuevo al tráfico esta vía,
con lo que su declive se agravó, al convertirse solo en una zona de
paso, para evitar el actual centro urbano (eje avenidas de Santa Ana,
Andalucía y Campana), cerrando cada vez más locales, y dando un
aspecto penoso y despoblado a la calle. Ahora, la construcción de
viviendas en el solar de la antigua tienda de “Las Pulías”,
promovida por el ayuntamiento, junto a otras medidas, van a intentar
de nuevo su puesta en valor. Ojalá que esto se consiga y que este
tradicional espacio palmeño no sufra más los inconvenientes de los
cascos históricos de tantas ciudades.