Ayer asistimos a dos
obras que fueron sorprendentes. Sorprendente fue el resultado
del estreno de “¿Qué fue de... la niña Juanita?” de la
compañía Manuel Monteagudo. En sus últimas apariciones por
la Feria del Teatro dejaron muy buen sabor de boca: “Ay Carmela”
y, sobre todo, “Tai Virginia”, la primera obra de la compañía.
Así que el público respondió a la llamada de madrugada de la Casa
de la Cultura. Lo imprevisto era que la adaptación de la película
“¿Qué
fue de... Baby Jane?”, que se presumía una parodia, una
obra de humor, terminara siendo un tostón sin ninguna gracia. Y a
esas horas...Una pena.
La otra sorpresa fue la
que nos esperaba con Augusto, de Teatro
El Velador. La gente, también en gran número, fue a ver una
comedia y se encontró con un drama. Un drama muy actual, en el que
vimos el abandono al que sometemos a nuestros mayores en esta
sociedad utilitarista y productivista que vivimos. Un viejo payaso es
internado en un asilo, un viejo caserón, donde solo trabaja un
empleado, un conserje gordo, feo y antipático. La obra nos muestra
la difícil convivencia entre asistido y asistente.
Mucho se ha escrito sobre
la estética de Juan Dolores Caballero (el chino),
sobre lo que él y su compañía denominan el “teatro bruto”: un
teatro basado en gestos, en gritos y sonidos muchas veces
inarticulados, no palabras, en la mímica y la expresión corporal,
empleando la mayor parte de las veces movimientos toscos, actitudes
soeces y procaces, elevando el feísmo a la categoría de arte. Obras
de agradable recuerdo en Palma, como El recreo, La cárcel de
Sevilla o Las gracias mohosas, dan buena cuenta de esta
forma de hacer teatro, que siempre ha hecho gracia y ha contado con
el beneplácito de la crítica y el público. Incluso alguna de sus
obras ha sido premiada aquí, como en 2003, con La cárcel de
Sevilla, o en 2005, con La belle cuisine.
Y ayer esperaban muchos
(esperábamos) que nos relatasen, con su particular lenguaje, una
historia esperpéntica más, como nos tienen acostumbrados. Como pasa
en muchas obras, nada más empezar, un público (quizá) deseoso de
disfrutar de gags cómicos, empezó a reír, pero las risas
fueron escasas y terminaron siendo anecdóticas, a pesar de los
intentos (deduzco por el volumen de algunas carcajadas, de público u
otros) de que se repitieran. El chino no nos contó una historia
cómica, una historia de humor.
Un viejo payaso, como
decía antes, intenta sobrevivir en el andrajoso edificio del asilo
donde es internado, se supone ya retirado del circo. Tiene que luchar
contra las normas y prohibiciones que le impone su compañero de
escena. Tiene que inventarse un mundo con el que combatir la soledad,
la tristeza, el aburrimiento de verse encerrado en un lugar no apto
para vivir, solo “para descansar”. Se resiste a comer, a
cambiarse de ropa. Se imagina paisajes que no existen, donde
disfrutar de unos ejercicios que le imponen para mantener la salud y
la forma. Descubre la música, pero también descubre sus
limitaciones, que el tiempo no pasa en balde, que allí lo han dejado
porque su salud mental también está resentida. Tal vez la demencia
senil o el alzheimer han secuestrado sus repetitivos movimientos, que
lo convierten en un autómata patoso. Un payaso que me recuerda al
genial Charlie
Rivel, en sus gestos, atuendo, fisonomía y hasta en el
llanto que le hiciera famoso.
El chino nos presenta con
una cuidada, herrumbrosa y polvorienta escenografía, repleta
de objetos antiguos, el panorama triste y el final de marginación,
apartamiento y destierro que dejamos a quines ya no se integran en el
sistema productivo en el que vivimos, porque han perdido sus
facultades, con el paso del tiempo. Y lo hace de forma cruel,
pero con una ternura tal que inspira tristeza,
compasión, no la comicidad que muchos, tal vez, esperábamos.
Los dos actores bordan los personajes, llenando hasta de magia
algunas escenas. Un trabajo de actor, basado en el gesto, en la
expresión corporal, con palabras sin sentido, pero cargados de
tremendo significado. Y una duración muy adecuada. En fin, que tal
vez algunos se fuesen aburridos y decepcionados, pero para mí fue
una obra emocionante, dura y redonda.
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