Pues lo hará un servidor. La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa? Ana Botella está triste, le ha mudado la color, que antaño luciese brillante, a esa palidez que no disimula ni el bronceado aún presente en su cara. Atrás quedan esos tiempos de alegrías, de presencias en los programas de televisión, cuando se le llamaba "la presidenta", como la nombraban en la TVE de Urdaci. Era la que dictaba modas, la que asistía a pasarelas rodeada de sonrientes diseñadores de fama. Cuando su marido dejó la primera línea de playa política se refugió en la familia, ¡oh, la sagrada familia! Casó felizmente a su hija Ana en El Escorial antes de dejar ese apartamento "inhabitable para una familia normal" que es La Moncloa, y luego ejerció de feliz y serena abuela de niños londinenses directamente encaminados a la afición por la Fórmula Uno. Pero sucumbió de nuevo ante la erótica del poder, a su temprana afición por la política, accediendo, por obra y gracia de la vacante dejada por Alberto Ruiz-Gallardón, a la alcaldía de Madrid. Entonces conoció las mieles del poder municipal y...¡ay!, también los problemas de la gente de la calle, esa que vive en familias vulgares, con problemas sociológicos, como dice el Fiscal General del Estado. Se empeñó en recortar gastos en el ayuntamiento, como hace una honrada ama de casa con el presupuesto familiar, proponiendo que la basura dejase de recogerse todos los días, aunque se olvidó de recortar mayordomos y sirvientes. Y se lo echaron en cara, a la pobre. Tuvo la mala suerte de que, estando de puente, esos que su partido quiere quitar para agradar a la Troika comunitaria (¡que vulgares, que poco fenomenales estos europeos! ¡Eso se quita a los currantes, no a las señoras bien!), en una instalación municipal muriesen cuatro jovencitas y que, después, cada día le salga alguna noticia escandalosa sobre el suceso y la implicación de su ayuntamiento. Con lo devota que es esta dama. Cuídese, doña Ana, que alguien quiere su ruina, a pesar de estar dispuesta a cerrar hasta la Cibeles, y no debe andar muy lejos. Corren malos tiempos para esta señora y alguien le quiere "hacer la cama" y no con sábanas de seda ni dosel dorado. Para colmo, las desgracias nunca vienen solas y el progretarra Tribunal Constitucional le ha dado otro disgusto legalizando el matrimonio entre dos peras y dos manzanas (¿o era entre una pera y una manzana?) Lluvia de peras y manzanas en las calles de Madrid, que tan bonitas habían quedado tras la visita del Papa. Y "Maricomplejines" Rajoy sin hacer nada. No me extraña su tristeza, no me sorprende esa tétrica cara. Y encima, ante este negro panorama, su marido calla. ¿Nos imaginamos qué habría pasado si, en lugar de la mujer de Aznar, la alcaldesa de Madrid fuese la mujer de Zapatero? La "alcaldesa-presidenta" está triste. ¡Alegre ese rostro, Doña Ana!
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