martes, 20 de septiembre de 2016

Ana Santos Enríquez, en el recuerdo


Mi suegro, Miguel Santos, tenía una hermana, una única hermana, Ana (de ahí el nombre de mi esposa). Ana Santos Enríquez vivía en el País Vasco, por eso hemos hecho varias visitas a esta comunidad en los últimos años. La primera vez que hablé con ella fue con motivo del viaje que hicimos a Lasarte-Oria, cuando la Federación de Casas de Andalucía en Euskadi dedicó su encuentro anual a Palma del Río. Fue en 2003, en un momento en que el ambiente en el País Vasco era muy diferente del actual, debido a la violencia política y el terrorismo. Mi cuñado Miguel me pidió que buscase a su "madrina", aunque no hizo falta, pues ella, con su marido, algunas hijas y yernos, fue en busca del alcalde y otros miembros de la delegación palmeña, y nos saludó, como hicieron otros palmeños emigrados, con mucho afecto.


Ana Santos emigró, como muchos palmeños y andaluces, para buscar el sustento fuera de nuestra tierra. Familiares míos directos e indirectos también han tenido que asentarse en otras tierras (Madrid, Barcelona, Extremadura...) e incluso algún tío mío probó suerte en el País Vasco en los años 60 o 70. Varios palmeños recalaron allí y allí siguen algunos viviendo, otros han vuelto ya mayores. Una de las hijas de Ana, Mª Ángeles, se fue a Gipuzkoa a trabajar, y luego, tras encontrar empleo, arrastró al resto de la familia. Ana estaba casada con Antonio Ruiz, que falleció hace algunos años. Y tenía tres hijas: Mª Ángeles ("Marian", casada con Antxon), Lolita (casada con Jose Mari) y Mari Carmen ("Mentxu", que estuvo casada con Emilio). También varios nietos (Gema, casada con Gerardo; Javier, pareja de Anna; Jorge, casado con Jaione; Silvia, pareja de Julio; Sara y Sergio) y algunos biznietos (Uxue y Naiara, de Gema y Gerardo), que hemos conocido en nuestros viajes, además de asistir a la boda de dos de los nietos (Gema y Jorge). En  nuestros encuentros siempre han sido muy cariñosos con nosotros, la familia andaluza, de la que ha presumido Ana entre sus amistades, cuando hemos estado allí. Siempre estuvo muy unida a su hermano, Miguel, pese a la distancia, pues su madre murió de pequeños y se criaron juntos con su abuela, y eso hizo que sus lazos fuesen mucho más fuertes. Cada semana hablaban por teléfono, como si viviesen uno al lado del otro.


Mi relación con Ana Santos Enríquez viene de lejos, sin saberlo hasta no hace mucho. Ana fue ayudante de Julia Pintor López, la maestra teresiana que tenía su escuela en la Calle Cigüela, en una casa donde tenía también mi tío Manolito su barbería. Ayudaba al aprendizaje de algunas materias, junto a otras chicas jóvenes. En esta escuela estuvieron mis hermanos Sole y Pepe. Cuando le presenté mi actual mujer a éste todavía se acordaba de su padre, "Santos el cartero", y de "Anita Santos", la que le dio clases. Entonces contó una anécdota. Según él recordaba, Anita (como la llama cariñosamente) tenía, en los tiempos de la escuela, un hermano que había estado en la División Azul. Entonces Anamari, mi mujer, le aclaró que no tenía más hermanos, solo Miguel, y éste no estuvo en Rusia, sino en la Guerra Civil, como combatiente del bando republicano. Pasado algún tiempo le preguntamos a "Anita", y, tras sonreír, nos dijo que lo que recordaba mi hermano era cuando les sorprendieron a varias jóvenes en la escuela con unas cartas que habían escrito a "unos amigos" (o novios) que se habían alistado. Como no querían que se enteraran de la verdad, porque eran casi niñas, lo que dijo ella es que era una carta para su hermano. Y el mío, durante muchos años, se ha creído la mentirijilla que dijeron para que no se escandalizasen, al descubrir las cartas "románticas". En Lasarte-Oria, en 2003, cuando la vi por primera vez, todavía se acordaba de mis hermanos. Así era el cariño que también les tuvo.


Ana Santos Enríquez falleció el viernes 16 pasado con 91 años. Había resistido las embestidas del cáncer y seguía siendo muy activa, incluso después de morir su esposo. Era de aspecto menudo, pero enérgica y resuelta. Aunque la edad no perdona, y en los últimos tiempos tuvo que ser ingresada en una residencia. Cuando hemos visitado Euskadi, Ana nos ha prestado su piso de Lasarte, compartiendo alguna vez morada con su gato Bolita, al que le dediqué una entrada cuando murió.


Siempre nos decía que estaba encantada de tener a su familia palmeña con ella. Y sus hijas y parientes también nos han demostrado siempre la alegría del encuentro familiar. Mi mujer dice que no pongo ninguna pega cuando se trata de ir al País Vasco, un territorio que me gusta, con unas gentes estupendas, a las que ellos nos han ayudado a conocer y a gozar de sus virtudes. Solo este año no tuvimos disponible su piso, ya que estaba alquilado, al ir varios de los miembros de su familia en nuestras vacaciones. Afortunadamente hemos podido tenerle cerca, aunque sea por última vez, ya postrada en su silla de ruedas, por la enfermedad neuronal que padecía y que se la iba a llevar. Al estar con ella, tal vez sin reconocernos, volvió a sonreír, como hacía siempre que nos veía. La sangre tira más que la enfermedad.


Su figura pequeña, pero de gran corazón. Su voz amable, con una mezcla entre el acento vasco y el palmeño, que nunca perdió, siempre quedará en nuestros recuerdos. Luchó mucho por su familia y pudo disfrutar muchos años de ella también. Se integró en la sociedad que le acogió, pero nunca olvidó sus raíces andaluzas y palmeñas. Su afecto, compartido por sus familiares más cercanos, no lo podremos olvidar. Descanse en paz.

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