miércoles, 3 de noviembre de 2010

Huesos, huesos


Ahora que ha pasado el ruido de tanto fantasma y tanto monstruo de película, algo ya normal y hasta opresivo los fines de octubre y principios de noviembre, os voy a contar una historia. 

Mi hermano mayor estudió medicina, y, como tantos otros, tuvo que usar en la parte práctica de sus estudios huesos de esqueletos humanos. Es algo común pedir a los ayuntamientos que cedan restos humanos desechados. Las facultades de medicina pueden con ellos dar una visión más realista de sus enseñanzas de anatomía. Y también son muchos los estudiantes que se hacen con estos restos para estudiar en sus domicilios. En mi antigua casa había una caja de madera polvorienta, abandonada en un rincón de una de las habitaciones o cámaras de la segunda planta, donde había unos huesos humanos: unas tibias, algunos cráneos con sus huesos separados, y otros restos. Era la caja de las calaveras. Menudo nombre y menudo contenido. De pequeño me daban miedo y casi nunca me atrevía a mirar en el interior del misterioso recipiente. 

Dos eran los cráneos y de dos cuerpos eran los huesos. Seguro que serían huesos masculinos y femeninos, para completar el aprendizaje anatómico. Tal vez fuesen de dos  personas (les llamaremos Juan y Manolita) de esas que se olvidan sus familiares con el paso de los años, tras ser enterrados por parientes, por ejemplo, emigrados por necesidades de la vida. O que apareciesen muertos en extrañas circunstancias y no conocemos su identidad: Juan en la carretera, junto a las huellas de un atropello nocturno, y Manolita en su casa, muerta hace días y no echada de menos por nadie, porque era anciana y vivía sola, con sus gatos. O quizás no hubieran pagado las tasas correspondientes, para una inhumación prolongada,  porque eran pobres de solemnidad, pasando al osario común, tras el periodo legal de enterramiento mínimo. No lo sabemos, como no sé su historia, su biografía, el ajuar funerario con el que fueron inhumados, o los ritos con que se les despidió de este mundo cruel. Aunque, para eso también se estudian los huesos, para saber qué enfermedades o traumas sufrieron sus dueños en vida, y cual fue la causa probable de su fallecimiento. Todo un resumen de su paso por entre los demás mortales. Solo recuerdo sus restos parduzcos, envejecidos, troceados para el estudio, de textura porosa y ligera, amontonados en la caja de madera, a modo de ataúd improvisado.

Como éramos niños, además del miedo, nos provocaban curiosidad. Todavía me estremece ver a uno de mis primos levantar el cráneo de Juan y llamarlo, entre risas y con voz cavernosa, por su nombre. “¡Déjalo, déjalo en la caja!”, le grité. “¡El esqueleto viene por nosotroooossss!”, respondió él entre carcajadas. Claro, ¿por qué no encontrar también la diversión en unos “juguetes de miedo” tan realistas?. Así, superada la aversión y el espanto, llegó la distracción y el juego. Las habitaciones de mi antigua casa eran el lugar ideal para dar rienda suelta a la imaginación. Con muebles viejos y otro atrezo adicional llegamos a levantar castillos encantados o casas del terror. Los alambres que hacían de cordeles para tender la ropa recién lavada en días de lluvia, cuando no podía colgarse al aire libre, en el huerto, sirvieron para colgar mantas y otras viejas telas que, junto a cajas de cartón o muebles, delimitaban corredores, pasillos angostos y oscuros, y habitaciones siniestras, decoradas con falsas telarañas. En ellos colocábamos muñecos de guiñol, marionetas y otros madelman o similares, que hacían de fantasmas, vampiros, zombis, y demás fauna del mundo del terror, colgando de hilos o sedales, para moverlos por sorpresa y así asustar al invitado a pasar por el laberinto gótico. Muchos decorados de este tipo levantamos en aquellos días de juegos “creativos”. Muchos fueron los amigos que circularon, inquietos y precavidos, por los pasadizos siniestros que recorrían los escenarios, creados con los “habitantes” del trastero, siempre con la presencia, aparte y alejada, pero influyendo con su secreto poder esotérico, de los restos de Juan y Manolita. 

Pasó el tiempo y con él nuestra afición al juego, rastreando otras diversiones más acordes a nuestra edad, como la música, el deporte o la lectura...o las jovencitas. Y, ya olvidada mi costumbre de deambular por la deshabitada planta alta de la casa, mi padre decidió venderla en 1980, para trasladarnos a un cómodo y moderno piso. Muchas cosas dejamos en la vieja casa, que no pudimos trasladar al nuevo hogar. Entre ellas, tal vez, la caja de madera con los restos de Juan y Manolita. 

Tiempo después de la mudanza, el nuevo propietario derribó el edificio para ampliar su negocio. Y creo recordar los comentarios, más bien murmullos expresados en secreto y con la debida prudencia, que algunos hicieron sobre la aparición de no sé qué huesos entre los escombros de la demolición. Alguien recordó que en otro tiempo la casa formó parte de un edificio mayor, tal vez un convento u otra edificación donde se instalara siglos atrás la Inquisición. ¿Harían su aparición, como si de una venganza se tratase, los restos de condenados por el Santo Oficio?. ¿Vieron la luz los cadáveres de los famosos niños emparedados, nacidos de prohibidas relaciones entre quienes profesaban el voto de castidad en la clausura?. ¿O se encontraría alguien, entre los cascotes y los restos de los muros de tapial y las columnas, la prueba de que Juan y Manolita fueron otros de los ilustres habitantes del hogar de mi niñez?. Como nadie quiso tener problemas con la ley ante semejante descubrimiento, el asuntó no traspasó el rumor, y quedó enterrado entre los restos de obra.

Hoy día esto sería más difícil que ocurriera. Las alarmas saltarían ante la aparición sorpresiva de restos mortales en un tajo. Y si alguien no aclarase la finalidad eminentemente científica de aquellos despojos de Juan y Manolita, una investigación judicial, completada con la intervención de la policía científica y los médicos forenses, habría paralizado la demolición y habría metido en un brete al nuevo y antiguo propietario. Hoy día, afortunadamente, se es más eficiente. Pero se sigue estudiando anatomía de la misma manera, y algunos “Juanes” y “Manolitas” siguen siendo la ayuda necesaria para los nuevos profesionales que velarán por nuestra salud. Bienvenida sea la ayuda de estas reliquias. Aún después de muertos, algunos siguen prestando un valioso servicio a los demás. 

9 comentarios:

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Yo también prefieron la incineración.

Besos

Anamari dijo...

Mi hermano tenía una preciosa calavera de un caballo, incluso su calavera es elegante. Recogio la cabeza en el campo de un animal muerto y la hirvió en un lata, de las que tenía el Bollo de sus cremas pasteleras, para quitarle la carne. Puso a secar los huesos y dejó la lata con los restos en el patio de "la otra casa". Le tocó a mamá limpiar aquello. No sé donde está ahora pero sería una pena que se hubiese perdido. Me gustó tu post. Te lo diría ahora pero no quiero molestarte, roncas placidamente en el sofá.

EL QUINTO FORAJIDO dijo...

Qué cague, no sé yo si me haría médico.

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Claro, Anamari, cada "medicina" tiene su óseo instrumental con el que practicar y aprender anatomía. En el caso de tu hermano, al ser veterinario, el cráneo era de animal. Pero, me pregunto, ¿el otro hermano, el médico, tuvo también esqueleto en tu casa paterna?. Ya me lo contarás cuando esté despierto.

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Bueno, Quinto Forajido, como digo en el post, al principio puede dar miedo, pero luego te acostumbras. Aunque hay quien ni con la práctica ni el paso del tiempo...y supongo que será peor eso de ver vísceras y sangre. Pero, cada uno es como es.

Mari Carmen Navarro Ruiz dijo...

Hola, amigo:
También en mi casa hay restos óseos. Como sabes, mi marido es médico y consiguió para su estudio anatómico restos desechados en el cementerio, que luego su madre limpió con lejía y que, una vez comenzamos a vivir nuestra vida en pareja, también vinieron con nosotros. Parece que, por su tamaño y características (tienen restos de la dentadura) sean de una mujer de avanzada edad. En cualquier caso, cuando limpio la estantería en que están colocados (el cráneo, con ambas mandíbulas y la columna vertebral al completo) siempre los trato con sumo esmero, despiertan mi ternura y respeto sumo. Pensar que pertenecieron a un ser humano... No entiendo por qué la gente tiene miedo a las calaveras, los vivos, a veces, son mucho más peligrosos, sin duda...
Felicidades por tu entrada, un saludo.

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Hola, amiga Mª Carmen, no me cuesta trabajo entender lo que dices. Aunque choque a algunos que tengáis los huesos a la vista. Es cierto que no hay que tener miedo a partes del cuerpo humano, cuando no están dotadas de vida. A ciencia cierta sé que quienes merecen nuestro temor y precaución son los vivos, algunos demasiado "vivos", dispuestos a aprovecharse de los demás. Los restos óseos solo son reliquias, que recuerdan vidas anteriores ya apagadas.

Muchas gracias por tu felicitación.
Saludos.

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho este artículo Schevy. Yo me acuerdo de esa calavera de caballo (¡no veas qué de tiempo!), de los dias que estaba en proceso de "fabricación", y del "fabricante" (esto es, el veterinario)enseñándomela diciendo: cuidado que por la noche muerde todavía. Con la imaginación de niño, a ver quien era el valiente que se acercaba a la calavera ...ni de dia. Siento la tardanza en el comentario. Y muy bonito el recuerdo de vuestra boda. Un abrazo, Antonio D.

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Supongo, Antonio, que, a pesar de las advertencias del veterinario en formación, no te mordería la calavera del caballo, jajajaja.

Me alegra de que te gustara el recuerdo de nuestra boda. Está muy bien que los recuerdos sean buenos. Sobre todo cundo son compartidos.

Un abrazo a Lorena y a tí.