domingo, 10 de agosto de 2014

El día en que me perdí


Anoche hablamos Ana y yo de lo que pasa al perderse los niños. El trauma que se produce, la preocupación, las pesquisas para encontrarlos. Ese momento que suele ser bastante angustioso. Me ilustró con su propio caso de niña, en el que salió de su casa en el Barrio de la Soledad, junto al colegio de Duque y Flores, y llegó hasta el antiguo convento de San Francisco, desde el que decidió volverse, encontrándose con sus familiares ya cerca de su calle. También me contó lo que le pasó a su hermano Rafa, que estuvo perdido toda la tarde y buena parte de la noche (hasta las cuatro o las cinco de la madrugada) y fue encontrado debajo de una cama, en su propia casa, durmiendo. Un caso similar al de su hijo, Miguel, al que echaron de menos una tarde y emprendieron su búsqueda por todas partes, con la ayuda de los vecinos, hasta que entraron en el salón de la casa y se lo encontraron en el sofá disfrutando de una plácida siesta. Todos estos casos se resolvieron bien y la pérdida no llegó a mayores problemas. 

Esto me recordó la vez en que me perdí yo. Bueno, "me perdí" de forma voluntaria. Fue una tarde de verano en la que tendría unos cuatro o cinco años. En la casa donde vivíamos, en la calle José de Mora, de la que he hablado ya varias veces, había un gran trajín que se desarrollaba sobre todo en el patio. Estaban por allí mis padres, mis hermanas mayores, mi tía Adelina, la prima Carmeli (su hija) y algunas personas más (posiblemente Belén López, la madrina de mis hermanos o algunos de sus familiares). Roberto, que era menor que yo, debía estar en el cajón que nos servía de parque de bebé. Yo pedí algo: que fuese con mi tía o con mi prima a algún sitio, que me dejaran hacer otra cosa, que me compraran alguna chuchería... no recuerdo. Lo cierto es que con el ajetreo que había allí, motivado seguramente por la presencia de mis hermanas, que no vivían con nosotros, y estaban de vacaciones en casa, mis padres se negaron rotundamente a mis deseos. Yo me puse a llorar, como habría hecho cualquier niño de esa edad, lo que provocó un mayor enfado entre mis progenitores, que cortaron drásticamente la cuestión.

Mi madre me sostiene con cuatro meses. Esquina del patio junto al comedor.
Me quedé en medio del patio de la casa llorando sin que nadie me hiciese caso. Todos andaban muy atareados. Por mucho que llorara, mis quejas no tenían eco en nadie de los presentes. Así que, tras cierto tiempo de llantos infructuosos, me quedé en silencio. La típica estrategia del lloro no había dado resultado. Mientras me recuperaba de mi berrinche, seguía viendo las idas y venidas de mi familia y demás presentes, totalmente ajenos a mí.

Me acerqué al muro del patio que dividía el espacio original entre nuestra casa y la de nuestros vecinos, Luis Rosa y Lola Jerez, apoyando mi espalda contra él. Pasó el tiempo y seguía en silencio, mientras la tarde si iba transformando en noche. Al encender las luces del comedor y la cocina, yo me quedé en las sombras, pues no llegaba la luz hasta la parte del muro donde permanecía. Alguien entonces se acordó de mí, el niño que había dado la lata con sus llantos. "¿Dónde está Javier?" se oyó. Fue entonces cuando pergeñé mi venganza. Me quedé inmóvil en el sitio. Estaba claro que no me veían. Empezaron a llamarme. Seguí en silencio. Insistieron con las llamadas y yo insistí en mi actitud. Entonces empezaron los nervios. "¿Se habrá salido a la calle solo? ¿Lo habrá atropellado un coche? ¡El niño se ha perdido!" Mientras, como un espectador en la oscuridad de un cine, yo contemplaba la escena del nuevo ajetreo, de la agitación que volvió a adueñarse de mi casa y la familia. Y lo observaba con cierto placer, aunque no exento del enfado que tenía desde aquel momento en que me contrariaron. "No me muevo de aquí", pensé. Pasaron minutos, tal vez algo más que minutos. Era ya noche cerrada y seguían sin encontrarme. Llegué a sentir dudas, miedo: ¿qué me pasará si me descubren? Tras muchas carreras y gritos de mi familia, saliendo y entrando de la casa, decidí poner fin a mi "ausencia". Simplemente, en un momento en que había varios en el patio, di unos pasos adelante, siendo iluminado por la luz del comedor, surgiendo mi menuda figura como un fantasma de entre las brumas de la oscuridad. Y ya me vieron todos. "¡Apareció!, por fin. ¿Donde estabas? ¿te has perdido?" Yo contesté que no, que estaba allí, que no me había salido de la casa. Estaban perplejos. ¿Pero dónde te habías metido?" Aquí, en el patio, contesté varias veces. "¿Y no sabías que te estábamos buscando?" preguntaban sorprendidos. "Sí", claro. Entonces comprendieron que todo había sido una travesura mía. En mis adentros sentía la embriagadora sensación de que me había vengado. La venganza es un plato que se sirve frío, dicen. Yo había esperado que llegase la noche para servir mi plato. Y había triunfado, astutamente.

Detrás de mi madre, el muro del patio donde me "perdí", cerca de la ventana del comedor
Otra enseñanza que aprendí de aquella "aventura" fue que la manera más sencilla de esconder algo es dejarla lo más cerca posible de nosotros, incluso a la vista. Pues de tanto familiarizarnos con su presencia y cercanía, "dejaremos de verla", aunque la tengamos frente a nuestras mismas narices. Me ha pasado muchas veces eso con objetos que creía perdidos. Y eso, entonces, me he recordado mi travesura de niño. Cosas perdidas, pero a la vista. Como me quedé yo, cerca, sin esconderme, frente a mi familia aquella tarde-noche de verano. 

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