jueves, 27 de mayo de 2010

Mis dolores de pie, ¡ay, mis dolores!



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A finales de 2007, Ana, entonces mi novia, y yo decidimos salir a hacer ejercicio, caminando, para perder algunos kilos y ponernos en forma, al vivir una vida demasiado sedentaria. Además, el año siguiente era el de nuestra boda, y teníamos que ponernos “tiposos” para tan feliz y señalado acontecimiento histórico. Todos las tardes salíamos a recorrer calles, plazas, campos y caminos rurales, provistos de nuestros chandals y nuestras zapatillas deportivas. Los primeros días sentí molestias, las lógicas de la falta de hábito. Luego llegaron las navidades y con ellas el desenfreno de comidas y bebidas en numerosos encuentros sociales que forzaron un paréntesis en nuestros ejercicios.
Empezado 2008 volvimos a la calle con ímpetu deportivo. Y volvieron los dolores, concretamente en el talón del pie izquierdo. Pasado un tiempo prudencial, aquello no parecía el cuadro de molestias normal, ni las típicas agujetas. Sobre todo empecé a sentir como, tras terminar los paseos y dejar a mi novia en su casa materna, después de un corto descanso, el dolor me reaparecía, incluso con más intensidad, haciendo que el camino de vuelta a mi hogar de soltero se convirtiera en un calvario. Entonces decidí ir al médico.
Mi médico me reconoció, tras contarle mis achaques y sus causas, y no encontró nada raro. Me preguntó si había tenido algún golpe o caída, contestándole negativamente. Me recetó unos sobres de ibuprofeno, un espray analgésico y que me diese baños fríos tras hacer ejercicio. Seguí la prescripción, incluso me compré unas bolsas rellenas de gel, que se congelaban y se aplicaban con una manga elástica en la parte dolorida, pero al cabo del tiempo no sentía mejoría. Volví y me mandó que me hicieran radiografías, además de seguir con el tratamiento anterior, por si se trataba de un espolón. Esto es una protuberancia que se forma en el hueso, similar al que tienen las aves, que produce grandes dolores en los pacientes. Las radiografías dieron resultado negativo, por lo que supuso que sería alguna inflamación de la membrana que recubre el hueso del talón. Insistió en el tratamiento y en que dejase por el momento el ejercicio continuado.
Siguieron los dolores, mis amistades me hacían su propio diagnóstico y me recomendaban ir a la medicina privada. Yo se lo agradecía, pero me negué siempre. Pasadas unas semanas volví al centro de salud. Ya cojeaba. Y entonces me derivó al traumatólogo. Era julio ya y me dieron cita para primeros de agosto, en Córdoba. Me alegré de la celeridad. Cuando fui al especialista había poca gente, se notaba el inicio de las vacaciones. Cuando entré en la consulta y expliqué mi caso, el traumatólogo me indicó que me iba a pinchar, sin ver siquiera las radiografías. “Es un espolón calcáneo, le voy a infiltrar”. Sin darme tiempo a protestar, estaba ya sentado en una camilla y el médico inyectándome en el talón, mientras intentaba terminar de explicarle mis achaques. Me despidió rápidamente, tanto que llamó a mi novia como si fuese otro paciente, para ser tratada. Ella le aclaró que me acompañaba, si no también le infiltran. El nombre no me disgustó, pese al dolor del pinchazo. “Infiltración, si se lo hacen a los futbolistas, debe ser eficaz”, pensé. Y me despedí preguntando que pasaría si no daba resultado. “Vuelva y le infiltraremos otra vez”. No hubo nada más.
Un mes después me sentía mejor. “Esto funciona”, pensé. Pero, al ir a cruzar un paso de peatones cuando el semáforo estaba cambiando a rojo, y dar un acelerón un coche, dí una pequeña carrera para quitarme de en medio, y no pude. Un dolor fuerte y agudo en el pie izquierdo casi me deja clavado en la calzada. “Todo se ha ido a la mierda otra vez”, pensé. Así que pedí cita para mi médico, para que me derivara al especialista. No consideró acertado una nueva infiltración, pues se resiente el hueso, así que me puso el mismo tratamiento anterior y me aconsejó paciencia. La tuve, incluso me casé y me fui de luna de miel con los consabidos dolores del talón. Pero pasado el tiempo no me libraba de los dolores, así que insistí y volvió a verme un traumatólogo, esta vez en el centro de salud local.
El nuevo especialista parecía enfadado aquel día. Me trató con rudeza. Y, sin reconocimiento de ningún tipo, insistió en el espolón. Me dijo que había tres diferentes tratamientos: el uso de plantillas-taloneras, la infiltración si las plantillas no hacían efecto, y la operación en último caso, cuando fallaban los remedios anteriores. Me recetó las plantillas, pues tampoco concebía que me infiltraran otra vez. Hice caso, me tomaron medidas y me coloqué a principios de 2009 las dichosas plantillas. Tras cuatro meses usando la prótesis los dolores no solo no se quitaron, sino que se extendieron al empeine, unas veces, a los laterales del arco, otras, y a los tobillos después. Mi cojera fue en aumento. Y mi enfado también. Por lo que volví al médico de cabecera. Ahora me derivó, tras retirarme el uso de las plantillas, al especialista en rehabilitación. Fue en agosto del año pasado. Me hizo un detenido reconocimiento y tras ver las radiografías (que nadie parecía comprender) me dijo que no había espolón. “Eso lo sabía yo, pero nadie me hacía caso”, le dije. Podría ser distensión de ligamentos o tendinitis, o ambas cosas a la vez. Se extrañó que llevase tanto tiempo mareado sin que nadie me diese con el mal que padecía, sufriendo tantos dolores. Me recetó la aplicación de microondas, ultrasonidos y ejercicios de rehabilitación. Hasta finales de noviembre no empezó el tratamiento. Y con tanta fiesta (constitución, inmaculada, etc.), además de que había sesiones cuatro días en semana y que el fisio se puso enfermo también, faltando varios días, las diez sesiones se prolongaron hasta casi las navidades, de forma discontinua.
Noté algún alivio, pero pasado ya algún tiempo después de terminar las sesiones, los dolores hicieron de nuevo su aparición en escena. Fue en marzo de esta año cuando se tornaron tan fuertes que empecé a cojear ostensiblemente, y a expresar mi dolor sin ningún reparo, con los gestos de mi cara. Me decidí a volver al médico, para que me curen el pie o me lo corten, que al menos así me darán por minusválido y cobraré una pensión (dije más de una vez con cierto humor negro a mis amigos). Esta semana he vuelto a ver al médico de rehabilitación. Era otro, más bien otra, que me trató con cierta sequedad (a diferencia del anterior), vio las radiografías y mi historial y llegó a la misma conclusión: no hay espolón. Me hizo montarme en una especie de banquillo transparente, con un espejo abajo, iluminado, y....¡oh, nuevo diagnóstico!. “Usted lo que tiene es un pie cavo, bueno, los dos”. Eso es de nacimiento y no se cura nunca. Me ha recetado otras plantillas diferentes. Pronto iré a comprarlas. Pero todavía no se me ha pasado la perplejidad. Varios médicos y cada uno un diagnóstico. Y si lo llego a saber antes, lo alego para no hacer la mili. Si el doctor House lo viese, seguro que se tragaba una buena dosis de vicodina. Raro es que ninguno me la haya recetado, porque a este paso termino tan chiflado, como el médico de la serie televisiva de moda. ¿O por fin me curaré?. Misterios de la seguridad social.

10 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Schevy. Soy Antonio Díaz, lector fiel de este magnífico blog, del que aprendo con avidez de novato. Siento este problema que tienes, porque entre otras cosas, la amalgama de patologías relacionadas con fascias, tendones y vainas sinoviales son especialmente desesperantes para el que las sufre, y por desgracia, no existe, que yo sepa, un tratamiento definitivo. Antiinflamatorios, medidas rehabilitadoras y ortopédicas, Para tu caso, que no tienes espolón, ni me plantearía una posible cirugía. Yo tengo un espolón aquíleo derecho y tengo auténtico pavor de que aparezca el dolor porque me dura meses y no puedo apoyar el pie, y sólo puedo andar de puntillas con ese pie. A mi me aplican esas medidas, pero, sinceramente, no creo mucho que acorten realmente las crisis de dolor, sólo las alivian. En fin, me solidarizo contigo, con tu pie y sobre todo, con tu blog que seguiré leyendo con interés. Un abrazo.

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Encantado de conocerte, Antonio. Gracias por tus palabras sobre el blog. Y mi solidaridad también con tus problemas del pie. Veo que eres un entendido en estos problemas de salud. Soy un gran defensor de la medicina "oficial", aunque no rechazo otras vías, siempre que no entren en el campo de la superstición. Pero soy consciente de que nos queda mucho todavía por aprender a los humanos, para procurar la salud de nuestros congéneres. Otros problemas, como el que tengo en un oído, me han enseñado que no es fácil "dar con la tecla" (en este caso, tras diversos intentos, sí consiguieron aliviármelo, porque tampoco tiene curación; cosa que ya es mucho). Por eso trato el tema también con algo de humor. No existen los milagros. En fin, hay que tener paciencia. Un abrazo, y sigue pasando por el blog cuando quieras.

Alfonso Saborido dijo...

A mí me pasó algo parecido. De buenas a primeras, me dolía la planta de los pies, pero horrible. Sobre todo al levantarme de la cama, como si me clavaran cuchillos, luego con el día se iba aliviando. Me mandaron una radiografía por si era espolón, pero no era. Así que me dijo el médico que era una fascitis plantar y que fuera al traumatólogo. Me mandan una plantilla, voy a la ortopedia, y cada vez peor. Vuelvo a ir. ME HABIAN HECHO LA PLANTILLA MAL, y para colmo, había perdido la curva del pie, vamos, que me quedé con los pies planos. Me fui a otra ortopedia, y ésta si las hizo bien, y se me quitó, pero tengo que seguir con las plantillas hasta que me muera me parece. Pero ya no me duele, que es lo que importa.
Misterios de las ortopedias :-P

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Alfonso, esto es lo que me temo, que tenga que usar plantillas toda la vida, si me las hacen ahora bien, claro (no como antes). Pero, como dices, si deja de dolerme y vuelvo a andar normalmente, es lo importante. Así volveré a hacer mis largas caminatas que me permitan adelgazar algo y que baje el dichoso colesterol. Un abrazo

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Por cierto, Antonio Díaz, por mi respuesta habrás deducido que no te había reconocido. Así fue. Ayer por la noche les pregunté tus apellidos a tus primos y entonces comprendí. Gracias por tus consejos profesionales. Y que no te pase nada malo, al menos hasta el día de la boda. Un abrazo.

Anónimo dijo...

Dios mío Schevy, cómo te comprendo... y me solidarizo de veras contigo,aunque no sé por qué este tipo de dolencias tienen tan mala baba y poca solución, con lo adelantados que estamos en otras especialidades..... yo sufro dolores en los piés, y sobre todo los inviernos son fatales, jamás se me ocurriría dar un salto en invierno, porque los calambres y el dolor me tumbarían. Pero de todas formas ánimo amigo, oye, ¿no recetaban marihuana para el dolor???? creo que me voy a enterar. Un saludo Lúi.

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Muchas gracias por tu solidaridad, Lúi. Tienes también la mía, como compañero de dolores en las extremidades. Parece que es más corriente este tipo de problemas de lo que pudiéramos pensar. Y también es cierto que seguimos siendo muy vulnerables y unos ignorantes para sus curación. Que te mejores tú también, amiga. Bueno, lo de la marihuana no creo que lo receten en la seguridad social, jajaja. Un saludo.

Octavio Junco dijo...

Primera parte:
Los dolores de pies, en efecto, son más frecuentes de lo que parece.
A mí me duelen por un defecto contrario al tuyo, y es que tengo el metatarso caído; el dolor se me produce en los talones y tengo que usar plantillas con un abultamiento en esa zona media de la planta del pie.
Pero vamos a intentar remontarnos a lo que pudiera ser la causa de las causas de los dolores de pies en la especie humana, que es el largo proceso de la hominización o evolución desde el homínido primitivo hasta la actual especie de homo sapiens sapiens (¡vaya broma, sapiens sapiens, con lo brutos que somos algunos!)
Cuando conocí la aventura de aquella pobre criatura que vivió hace 3.200.000 años, a quien los paleo-antropólogos pusieron por nombre Lucy, me sentí sobrecogido y enternecido de tal manera que, desde entonces, suelo pensar en ella cada vez que me asaltan dudas y cuestiones sobre la extraña naturaleza de los seres humanos.
Lucy era una hembra de homínido de la especie Australopithecus afarensis que, cuando contaba unos veinte años de edad, atravesó, preñada, el África ecuatorial sorteando toda clase de peligros, para ir a dar en el cuerno de África, cerca de Adis Abeba, en la actual Etiopía. Lucy dejó descendencia y nosotros, los orgullosos humanos del siglo XXI d.C., somos con toda probabilidad sus descendientes.
El caso es que, en su largo recorrido desde el centro del continente hacia su extremo oriental, Lucy pudo salvarse de morir atacada por las fieras hambrientas porque era bípeda y esa condición le permitía erguirse y alzarse sobre las puntas de sus pies, oteando la lejanía y poniéndose a salvo de sus enemigos con tiempo suficiente para trepar a algún árbol o recurso parecido.
¡Pobre Lucy…! Su inmenso sacrificio le valió para dar vida a sus hijos y, a la larga, para darnos vida a nosotros, gente ingrata que no somos capaces de alzar estatuas y monumentos en nuestras ciudades para honrar su memoria. Levantamos estatuas a la Libertad (Nueva York), a Pizarro (Trujillo), a Alfonso XII (El Retiro, Madrid), a Castelar (plaza que lleva su nombre, Madrid) al general Espartero y su caballo de generosos atributos (en la calle de Alcalá, Madrid), a Stalin, a Franco… (éstos últimos casi han desaparecido, como testimonio de nuestra veleidad e incongruencia), pero nos olvidamos de Lucy, nuestra primera madre, la verdadera Eva de la vigente fe científica.
(Continuará...)

Octavio Junco dijo...

Segunda parte:
Lucy tenía un cráneo pequeñito, menor que el de un recién nacido de nuestro tiempo, pero era bípeda, lo que se demuestra por la forma de su pelvis y la articulación de sus rodillas. Y esa capacidad de alzarse y desplazarse sobre sus miembros traseros, dotando de diferente función y capacidad a los miembros delanteros, y en especial a sus manos, constituyen los requisitos de ese proceso lento, de millones de años, que la antropología llama hominización.
Así que el homo sapiens sapiens se encuentra sobre la faz de la Tierra con una inmensa capacidad tecnológica debida a la habilidad desarrolla por sus manos, que no tiene que apoyar sobre el suelo para desplazarse; con un desarrollo mental fantástico, que le permite ir descubriendo los secretos resortes de la naturaleza, pero que también le hace creerse por encima de la naturaleza e incluso por encima del Creador y, en muchísimos casos, le convierte en un cabezón recalcitrante, cualidades éstas que, si convergen en un político con mando en plaza, llega a ser una catástrofe semejante o peor que los terremotos y tsunamis con que nos castiga la propia naturaleza.
Así es que nuestras manos y nuestro cerebro han llegado a ser maravillosos hasta el punto de habernos permitido colonizar la naturaleza que nos rodea, pero ¿y nuestros pies?
¡Ah… nuestros pies son los paganos de tanto desarrollo y tanta perfección, amigo Schevy!
Los humanos padecemos de pies planos, de pies cavos, de pies de atleta, de metatarsos caídos, de juanetes, de callosidades sin cuento… ¡qué sé yo! Es el tributo que hemos de pagar por la osadía de andar tan sólo sobre dos pies y no sobre cuatro; por la osadía de nuestra madre Lucy (quién sabe si no constituiría su pecado original, su manzana del árbol del bien y del mal).
Un día no lejano en que emboqué la calle Sánchez, procedente de Cigüela, te vi andar delante de mí y, al pronto, se me vino a la memoria la efigie de tu padre. Te lo dije: “Eres la viva imagen de tu padre; tienes, incluso, sus mismos andares”, añadí. Si mi observación no anda desacertada, los pies y el estilo del andar de cada persona se heredan, como se hereda cualquier otra característica física o caracterológica.
Tu padre solía desplazarse en una bicicleta de la marca Orbea, de color negro, siempre limpia y flamante, que solía dejar apoyada en la puerta o la fachada de la casa en que entraba, en el ejercicio de su profesión. Una sana e inteligente manera de sortear las ingratitudes de la naturaleza.
Saludos cordiales. Octavio Junco.

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Según algunos miembros de mi familia, la única herencia que nos ha dejado nuestro padre son los pies y la forma de andar (con humor, claro). Y eso vale poco. No somos ningún ejemplo de andar con donaire y elegancia.
Tienes razón, me parezco cada vez más andando, y añado yo, y físicamente a mi padre. La herencia genética es inexorable, más que el ambiente, como dice mi hermano Pepe. Y seguro que la teoría que recoges sobre el andar bípedo de los humanos es el origen de tanto mal de las extremidades inferiores. En estos tiempos que corren, traumatólogos, quiroprácticos, podólogos, fisioterapéutas y otros especialistas de este tipo, hacen su agosto tratándonos desde la más tierna infancia. Intentando corregir los múltiples defectos que encuentran en el bebé que empieza su caminar por el mundo. Como pasa con otras especialidades médicas (por ejemplo, la odontología, con sus diversos remedios, todos tan caros e "imprescindibles"). Los que vivimos otras épocas en que no estaba de moda la prevención, tal vez seamos los últimos (si la crisis no impone lo contrario) que padezcamos este tipo de males sin saber a ciencia cierta en qué nos afectan o consisten, y después de padecerlos, sin prevención.
En fin, que si Lucy hubiese sabido lo que nos estamos castigando con nuestros andares y calzados, seguro que se habría mantenido a cuatro patas.
Saludos cordiales, Octavio.