domingo, 9 de agosto de 2015

Los alacranes de Matalascañas, la noche del terror


Un esperado macroconcierto tuvo lugar semanas atrás en Chipiona (Cádiz), algo muy frecuente los veranos, donde la geografía española se puebla de este tipo de eventos dirigidos a los jóvenes en plenas vacaciones. Miguel, el hijo de Ana, y unos amigos se fueron cuatro o cinco días de acampada para presenciar las actuaciones y pasar varias jornadas de fiesta al aire libre. Algunos de sus primos y primas también asistieron con sus amistades. Y contaron que allí se iba "a sobrevivir", acampando cientos de personas, con pocos aseos y duchas, masificados, con la suciedad del campo, con calor extremo... Eso me hizo recordar otro ejercicio de supervivencia que viví, lógicamente, también de joven.


Hace muchos, muchos años (como empiezan algunos cuentos) fuimos en el verano a pasar unos días a Matalascañas, una de las playas de Almonte, en Huelva. Todavía estábamos en el instituto y a Huelva se había trasladado nuestro compañero Juan Antonio Jerez (de donde era oriundo) con su familia, el hijo del director de entonces del Banco de Andalucía, que había empezado el BUP con nosotros. Quedamos para irnos mi hermano Roberto, José Ángel Carnicero, Federico Navarro y yo (creo recordar), y nos encontrarnos allí con Juan Antonio, su hermano, algún primo y otros amigos más, para hacer acampada. Entonces se podía hacer en la playa, pues no estaba tan urbanizada como ahora, aunque ya era destino favorito veraniego, sobre todo de los sevillanos, que se conocían de memoria su monumento más característico, la Torre de la Higuera, una torre que jalonaba la costa junto con otras, para proteger los barcos que venían de América en siglos pasados, y que se derrumbó con el terremoto de Lisboa del siglo XVIII, dándose la vuelta (lo que se ve son sus cimientos) y quedando como algo parecido a un tapón con el que todo el mundo hace la broma de que es el que permite que el mar no se vaya por el desagüe.


Nos fuimos en tren, de madrugada, cargados con nuestras mochilas y las tiendas de campaña, y en Huelva nos recogieron Juan Antonio y su padre. Primero visitamos la aldea de El Rocio (también perteneciente a Almonte), entrando a ver su famosa ermita, para más tarde desplazarnos a Matalascañas, comprando primero productos anti-mosquitos, pues en esa zona son abundantes y famosos por tamaño y ferocidad. Allí buscamos un espacio junto a algunas dunas y plantamos nuestro "campamento", como habían hecho otros "turistas". Íbamos con lo imprescindible, así que la estancia, en acampada libre, fue una verdadera "aventura de supervivencia en el desierto". Como no estábamos en el camping que hubo posteriormente (y en el que he estado alojado años después), no teníamos servicios de ningún tipo: las duchas eran las escasas de la playa, no había agua potable corriente, ni aseos, ni tampoco sombra. Pasar todo el día en la playa se hacía cada vez más penoso. Sin ducharte en agua dulce y con jabón. Sin apenas agua para beber, con solo alguna nevera para mantener frescas las bebidas. Comíamos a base de bocadillos o subiendo a los chiringuitos del pueblo (pocas veces, pues nuestro dinero era también escaso). Eso hizo que el padre de Juan Antonio se apiadara de nosotros y nos trajese algo que nos pareció manjar exquisito y una fuente de líquido necesaria tras las pérdidas debidas al calor: unas hermosas sandías, con las que nos hicimos unas fotos, posando sonrientes unas, y otras simulando una pelea (donde se nos veía tostados por el sol) que mi hermano reveló en forma de diapositivas y que, si alguna vez las encuentra en su archivo, espero poder publicar como recuerdo de nuestra aventura.


Pero lo más "interesante" ocurrió una noche. Fuimos al pueblo a dar un paseo y cenar por allí, y a la vuelta, sin mucho éxito en eso de ligar con las turistas o las paisanas, nos quedamos de charla entre las tiendas de campaña, alumbrados con algún camping-gas que llevábamos (tampoco había alumbrado público en aquel espacio). Antes de irnos a dormir fui detrás de una duna a hacer mis necesidades fisiológicas, amparado en la oscuridad. Mientras esparcía el líquido sobrante en mi vejiga miraba a los demás grupos de campistas (muy ajetreados, por cierto) que allí había, también iluminados con esos artefactos tan habituales en las salidas campestres. Entonces vi como un par de acampados se acercó a mí iluminándose con la correspondiente bombonita. En un momento dado algo brilló con la luz de gas: era un gran cuchillo o machete que portaba uno de ellos. Y, al verme, empezaron a llamarme. Ni que decir tiene que se me cortó la meada de golpe. Empezaba una noche de terror.


"¡Oye!, ¿estáis acampados en la playa?" dijo uno de ellos (el del cuchillo). Yo (asustado) contesté que sí, y que si pasaba algo. "Tened cuidado" me dijo, "esta tarde ha estado ardiendo el matorral del monte y las alimañas han salido huyendo del fuego, buscando el mar. ¿Dónde estáis?" Yo le señalé en dirección a la playa y entonces me acompañaron. Estábamos más o menos a mitad del camino de las alimañas, entre el monte y la playa. Antes me enseñaron la arena de las dunas con su luz, y pude ver multitud de huellas, pisadas de los animales que habían corrido despavoridos por el fuego. "Éstas son de lagarto, éstas de escarabajo, ésta de..." gran cantidad de huellas de diferentes animales que viven en la zona, cercana al parque de Doñana. Pero las huellas que me enseñaron a reconocer y no he podido olvidar desde entonces y que más me impresionaron era la de "los alacranes". ¿Cómo? ¿alacranes, es decir escorpiones? Sí, también habían huellas de escorpión marcando el camino a la playa... y,  por tanto, hacia nuestras tiendas de campaña.


Las huellas del escorpión en la arena son como las que se ven en las fotos: dos hileras de agujeros, correspondientes a las patas, con un surco más o menos regular en el centro; el que deja la cola con el aguijón venenoso. Me "quedé con la copla" rápidamente y fuimos a advertir a mis compañeros de acampada, que estaban entre risas, ajenos a lo que había pasado allí esa tarde en la que habíamos ido al pueblo. Al llegar les interrumpimos la fiesta y les contaron lo ocurrido. Fue iluminar con nuestros camping-gas y alguna linterna el suelo donde estábamos acampados y verlo completamente poblado de huellas... principalmente de escorpiones. O eso es lo que, con el miedo, nos parecía a nosotros. Rodeaban todas las tiendas de campaña, en todas direcciones, incluso se perdían por debajo de ellas, siguiendo el rastro (o no) por otros lados. ¡Estábamos invadidos! Los mosquitos, también presentes, habían pasado a ocupar un segundo plano en los "peligros" de la playa.


Los visitantes se fueron y nosotros nos pusimos a buscar huellas, fuera y dentro de las tiendas de campaña, pero, como las habíamos dejado cerradas, el que hubiese algún bicho dentro era poco probable. Con un camping-gas nos desplazábamos todos juntos pendientes del suelo, sin ver ningún animal allí, solo huellas de su paso. Y en un momento dado el que portaba la luz colocó su bombona sobre el pie desnudo de Federico y éste pegó un respingo al sentir que algo le corría por la piel. Fue una broma que sirvió para relajarnos de la tensión provocada por los inesperados huéspedes.


Tras no sé cuanto tiempo de rastreo, sin encontrar alimañas, decidimos acostarnos y dejar para el día siguiente la decisión de si seguir o no allí. Aquello era el remate de nuestras penurias. Pensamos en volver al pueblo, para pasar la noche en vela, pero al final nos inclinamos por permanecer junto a nuestras pertenencias. Nos repartimos en las tiendas de campaña y a mí me tocó permanecer solo en la tienda de Federico, una de estilo canadiense de color verde y de dos plazas, que me prestó después, en 1982, para ir a mi primer viaje a Italia (él no fue a ese periplo), ya que se fue con otros amigos a otra tienda, al tener la suya un agujero en el suelo, posible puerta de entrada de todo bicho viviente imaginable. Cuando me aposenté, tapé el agujero con unas bolsas haciendo de tapón (como la Torre de la playa) y coloqué encima las mochilas, macutos y todos los objetos que encontré en la tienda. No recuerdo si todos durmieron a pierna suelta aquella noche de terror, protegiéndose hacinados en las tiendas. Yo sí dormí, tal vez debido al cansancio y tranquilo por los obstáculos que había colocado.


Al amanecer salí de la tienda y me topé con uno de los primos de Juan Antonio, que, como algún famoso presidente de banco aficionado a la caza mayor, me mostró sonriente su trofeo: el cuerpo de un alacrán, al que había dado muerte y cortado el aguijón tan temido. Era la prueba de que nuestros indeseados visitantes habían seguido con nosotros durante la noche, eso sí, sin causarnos daño.


Creo recordar que decidimos levantar el campamento y volver a casa, ese mismo día. Volviendo a coger el tren y llegando de madrugada a Palma. Cansados, medio deshidratados, achicharrados por el inclemente sol... llegamos con más alegría por regresar, que por haber vivido aquella aventura. Al ver las fotos semanas después, sin embargo, sí nos reímos y comentamos con jolgorio las anécdotas del dichoso viaje. El paso del tiempo quita hierro a las malas vivencias, y es más fácil recordarlas con mejor ánimo. Todo viaje de este tipo, con el paso del tiempo, pasa de ser un suplicio a convertirse en una aventura. Donde vivimos en nuestras propias carnes lo que significa "la supervivencia", en un medio hostil. Como lo viven, de otra manera, los jóvenes de ahora, seguro, con más comodidades y menos peligros. Así se puede comprobar que nosotros también un día fuimos "unos valientes jóvenes supervivientes". Algo que ahora nos parecerá divertido recordar.


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