sábado, 27 de marzo de 2010

Hoja de reclamaciones


Recuerdo hace unos años, en verano, que quedamos Ana y yo para desayunar juntos. Aún no estábamos casados, y coincidimos en vacaciones. Fuimos a una cafetería conocida de Palma del Río, cercana a nuestro domicilio actual, de cuyo nombre no me quiero acordar (mejor para ellos). Nos habían comentado unos amigos que los desayunos que servían eran estupendos. Así que decidimos comprobarlo.

Llegamos al establecimiento y nos sentamos en la terraza, al aire libre. Una camarera deambulaba con prisas para servir en todos los veladores de la terraza, casi todos ocupados, por ser hora de desayuno en los trabajos cercanos. Esperamos, mientras nos servían, hablando de nuestras cosas. Cada vez que pasaba la camarera le hacíamos señas para que nos tomara nota. Miradas de la empleada era lo que, cada vez que esto ocurría, nos encontrábamos. Una tras otra. Miradas como de haber entendido el mensaje y de súplica de paciencia primero y luego de indolencia. Algunas veces ni siquiera prestaba la atención con su gesto. Así minuto tras minuto. Una conocida se sentó en la mesa de al lado con su hijo con similares intenciones. Pasaba el tiempo, y pasaba la camarera entre mesas con actitud atareada, tanto fuera como dentro del local. Diez, quince, veinte minutos, y la conocida de al lado decidió irse. No podría esperar mucho. Veinticinco, treinta minutos. Media hora esperando y ni siquiera nos habían tomado nota del pedido. ¿Cuando ocurriría esto?. ¿Cuanto tendríamos que esperar luego que se nos sirviesen los cafés con leche y las tostadas con aceite?. ¿Pasaríamos directamente del desayuno a la cerveza con la tapa del medio día?. Decidimos irnos indignados, tras pasar el tiempo y no tener siquiera la compañía de la camarera ambulante, para poder quejarnos.

Ayer encontré esta imagen. En ella intuyo un episodio similar. Pero los clientes han cumplimentado su particular hoja de reclamaciones: "Hemos esperado 30 minutos. SIN SERVICIO". La próxima vez que nos pase lo mismo haré igual. Bote de ketchup y a quejarse.

4 comentarios:

Jesús Herrera Peña dijo...

Dicen que los españoles somos muy pacientes; muy sufridos. Que no nos quejamos por nada.
Sí debe ser verdad, porque yo en eso me siento muy español, ¡demasiado español!
Salú

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Siempre he entendido que no te atiendan cuando el trabajo es agobiante, pero que se te quede la sensación de que te toman el pelo es indignante. Que retiren los botes de ketchup y mostaza de las mesas y mostradores, porque como se extienda la costumbre de protestar así, no van a ganar para detergentes, jajaja.

Alfonso Saborido dijo...

Hace poco me pasó eso en una playa de la provincia de Cádiz. Primer día de sol, después de meses de lluvia. La playa llena. Nos sentamos mi pareja y yo en una terraza a tomar café. Nos tuvimos que ir aburridos. La camarera agobiada no daba abasto.
Mi pareja, que aún habiendo estudiado magisterio, trabaja en la hostelería, me lo explicó. El empresario no contrata a más gente para no gastar más. Y es más, la chica camarera lo más seguro es que estuviera declarada cuatro horas sólo, si es que lo estaba. Y le pagarían la mitad.
Como para ir con prisas a la hora de trabajar.

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Este caso que cuentas es comprensible por frecuente, Alfonso. El sector de hostelería es uno en lo que es más frecuente la economía sumergida y la sobre-explotación de los empleados/as. No por ello no debemos dejar de reclamar, porque lo hacemos al empresario no al trabajador, claro. Y aquí se entiende también la tardanza, por falta de medios.

Pero también nos pasó otro caso indignante a mi mujer y a mí, hace años, de vacaciones en Aguadulce, Almería. Fue en la terraza del bar del hotel. Una camarera, una noche, nos tuvo UNA HORA esperando para tomarnos nota, y éramos los únicos que quedábamos en la terraza sentados. Había antes pocos y se fueron al terminar sus consumiciones. La camarera se paseaba (literalmente) por la terraza sin hacernos caso ni nada más, hasta que por fin se dignó a acercarse a preguntarnos si queríamos algo. Me dieron ganas de contestar que no, que con verla a ella pasearse tan tranquila teníamos para distraernos, pero me contuve y pedimos unas copas. A mi mujer le sorprendí al dejar el hotel rellenando una encuesta y protestando por el desprecio. Seguro que todos los del bar eran empleados a sueldo y no tenían ningún interés en servir más, para cobrar más, pensé, porque si no no se entiende.