Los romanos celebraban las fiestas en honor a Saturno, dios de la agricultura, que llamaban, por lo tanto, Saturnales (Saturnalia, en latín), en diciembre, en íntima relación con las Brumalia. Estas fiestas se hacían al concluir las labores de siembra, en el momento que empezaba el invierno, y ya no quedaba otra cosa que refugiarse y esperar a que la naturaleza hiciese su tarea, cuando llegase la primavera. Empezaban el 17 de diciembre y, aunque originalmente era menos días, terminaron prolongándose hasta el 23 de diciembre, en los alrededores del solsticio de invierno. Tenían una dimensión pública, realizándose sacrificios y un banquete a las puertas del templo de Saturno, a cuyo fin gritaban "Io Saturnalia", anunciando los días de fiesta, donde no se podían hacer negocios y se cerraban las escuelas y hasta los tribunales, y otra privada, en la que las familias festejaban haciéndose regalos, cambiando los papeles entre amos y sirvientes y todo estaba permitido. En las calles la muchedumbre lo ocupaba todo durante los días feriados, en permanente jolgorio.
Con la llegada e imposición del cristianismo se prohibieron las Saturnales, pero su espíritu se refugió en la Navidad y las fiestas de fin de año y año nuevo. Era tan fuerte el deseo de mantenerlas que los prelados eclesiásticos cambiaron la fecha del nacimiento de Jesús, pasando a celebrarse éste el 25 de diciembre (coincidiendo con el nacimiento de Mitra), aunque algunos ortodoxos siguen celebrando la Navidad el 7 de enero. Los banquetes, la ocupación de las calles, las fiestas, sobre todo en nochevieja, siguen recordando aquellos tiempos. Y la costumbre de hacerse regalos pervive, como si todavía pretendiésemos ayudar al Sol Invictus a renacer tras el solsticio para que nos ilumine en los meses venideros.
¡Felices Saturnales! Io Saturnalia!
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